03 Nov La soledad del escritor
No es un tópico. Al menos en mi caso y en muchos otros que conozco. Es una actividad bastante incomprendida incluso, o fundamentalmente, por aquellos que más cerca tienes.
Cuando empiezas a dedicarle tiempo a la escritura no lo notas. La familia lo ve como algo original, como un pasatiempo un tanto friqui pero que mola, sobre todo si escribes para publicar, y lo consienten durante unos meses. Luego la percepción va cambiando. Tu actividad se convierte en esa manía, esa rareza inútil ―porque ya van viendo que esto, salvo un milagro, no los va a sacar de pobres― que se apropia de un tiempo que podrías dedicarles. Es una actividad intensa, absorbente, dura y que desde fuera parece que no se hace nada. Estar en casa sentado frente a un ordenador se asocia a perder el tiempo, a jugar, y siempre hay alguien ávido de esa dedicación por mucha que hayas prestado el resto del día.
Resulta frustrante comprobar como quien te mira desde fuera no ve en tu actividad nada que no pueda dejarse para más tarde, o ser interrumpido. No comprenden que cortarte en medio de una frase es letal; que cuando estás concentrado sin teclear, mirando la pantalla como si intentaras descubrir la clave de un mensaje cifrado, en realidad estás escarbando en tu cerebro hasta la extenuación buscando la palabra justa, construyendo el paso siguiente de la acción, decidiendo el devenir de un personaje o de la historia, y que esa actividad frenética no te permite oír, ni ver, ni atender. Estás en trance, pero no se nota porque no pones cara de ido ni recitas mantras extraños ―aunque yo a veces sí hablo sola―, y cuando te sacan de ese trance es tan peligroso y dañino como cuando despiertas a un sonámbulo. «Pero si no estabas haciendo nada». Sí, si estaba haciendo, mucho, pero es difícil que lo entienda quien no lo ha experimentado y volver a entrar en trance no siempre se consigue. Imagino que cuando ambos miembros de la pareja escriben esto es más fácil de llevar, o cuando los hijos han crecido viéndote en casa sentado ante un ordenador pero, cuando la vocación es tardía y se ejerce en solitario, la escritura se convierte en un amante ladrón de un tiempo que les pertenece y tú en un ser egoísta que antepone su capricho improductivo a estar pendiente de todo y todos. Y haces lo posible por aceptar interrupciones y no irritarte y comprender, cargado de un sentimiento de culpa no siempre consciente.
Con los amigos sucede algo parecido. Cuando descubren esta nueva afición tuya ―en el caso de que no sea algo de toda la vida y ya te conocieran con esa faceta― la reciben con alborozo: jo, tenemos una amiga escritora, cómo mola. Y si encima te publican y les gusta lo que escribes ni te cuento. Pero poco a poco te van viendo como alguien rarito, te das cuenta que cuando hablas de tus libros, o de tus éxitos o penurias literarias les molesta; la reacción no es la misma que cuando otro cuenta que el jefe le ha endosado un marrón, o que los alumnos a los que da clase se han puesto muy pesados. El cambio no es brusco, esa incomodidad se desarrolla de forma microscópica, imperceptible y ajena al escritor, hasta que alcanza una dimensión en que no hay vuelta atrás. Da igual que una haya sido prudente y no hablara «de lo suyo» más de lo imprescindible, ni que de hacerlo evitara triunfalismos y se centrara en las dificultades. Un día notas un silencio después de un comentario, otro un cambio de tema o miradas que se cruzan y hablan solas y, al final, llega el comentario con retranca y mala baba a partir del cual sabes que las cosas han cambiado y que es mejor no volver a mencionar, ni para bien ni para mal, que escribes.
Y, como a pesar de ser raritos somos seres sociales y sociables ―no todos claro, pero muchos sí― terminas relacionándote con otros «enfermos» de la cosa para desahogarte y hablar con tranquilidad de todo lo que rodea a este curioso mundo; imagino que como los que tienen vicios ocultos y no se atreven a comentarlos con los conocidos que no comparten su secreto.
Ese es el último pecado. Juntarte con otros escritores implica que se te ha subido a la cabeza y ya no te basta con los amigos de siempre, ya no son suficiente para ti, cuando la realidad es que con ellos puedes hablar con tranquilidad de si firmas un contrato, si la promoción va bien, comentar la última entrevista que te han hecho o si estás atascado en la página veintisiete de la novela y no sabes cómo continuar, sin que veas caras de fastidio o piensen que vas de snob.
Esto último es un caso extremo, no llegas a perder los amigos ―espero―, y hay excepciones maravillosas, pero la realidad es que terminas viviendo en dos mundos paralelos que no se cruzan ni mezclan y te das cuenta de que escribir ha modificado tu dimensión social, que te censuras con los amigos de siempre para no incomodarlos, y con los nuevos no llegas a abrirte del todo porque los conoces poco aunque les debes mucho. Dos mundos incompletos cuya conjunción permite sentirte un poquito menos solo, aunque la batalla con la familia esté perdida.
Gracias por estar ahí.
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