Cuando los osos beben champán
Llueve en París. Los colores de la ciudad, ya alterados por la fina capa de nubes que la cubre desde hace días, cambian con rapidez. El desapacible viento se transforma en violentas ráfagas que amenazan al más resistente paraguas. Y la certeza de no encontrar refugio aleja toda promesa de calma.
En condiciones normales, una solución inmediata habría sido entrar en el café más cercano y esperar a que el tiempo mejorase junto a una buena taza de café allongé. Pero, para quien no lo sepa, desde el pasado treinta de noviembre, los cafés, bares, restaurantes, museos, cines, teatros y auditorios están cerrados a cal y canto en Francia. Al principio fue algo provisional, para que los “indicadores” de la pandemia bajaran hasta un nivel razonable, algo que todavía no ha sucedido, a ojos del gobierno. Prefiero no comentar la discutible definición de “razonable”, que cambia en función de ciudades, regiones, países y orientaciones políticas, porque no estoy de humor para ello. Solo diré que los dirigentes franceses han censurado todo lo relacionado con la cultura, casi sin matices, a favor del consumismo más básico, en defensa de la economía nacional, como si la cultura fuera algo de lo que pudiéramos prescindir sin graves consecuencias. La única concesión ha sido considerar a las librerías como un comercio fundamental en el tercer confinamiento duro al que nos han sometido.
Así que resulta extraño ver París con sus cafés cerrados, sin esas minúsculas mesas circulares en torno a las que sentarse a ver la vida pasar, al otro lado del cristal. Porque a los parisinos siempre les ha gustado traîner, haga el tiempo que haga, en las abarrotadas terrazas de cafés y brasseries, cual ritual que formara parte de su más íntima naturaleza. Y uno de esos emblemáticos lugares es el café “Les Deux Magots”, auténtico faro de la vida cultural y literaria parisina desde su apertura, en 1885, en Saint-Germain-de-Près. En sus sillas se han sentado ilustres personalidades: poetas como Paul Verlaine o Arthur Rimbaud, escritores como André Gide o Ernest Hemingway, pintores como Fernand Léger o Pablo Picasso. Sus paredes han sido testigos de los animados debates de los existencialistas, reunidos por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y de las rompedoras iniciativas de los surrealistas, impulsadas por André Breton. Las ideas fluían entre libros, tazas vacías y humo de cigarrillos. El resultado era una efervescente atmósfera que atraía a curiosos e intelectuales, capaces de cambiar el mundo tras interminables sobremesas en torno a una taza de café.
Siempre involucrado con la literatura, el establecimiento crea el premio literario “Les Deux Magots” en 1933, para impulsar cada mes de enero a escritores inconformistas y con talento. Y huelga decir que a esta institución cultural parisina le ha costado ver sus mesas huérfanas de su habitual agitación. Hasta que, hartos de una situación que se prolonga más de lo deseado, sus responsables tuvieron una curiosa idea para devolver la vida a sus desolados salones.
No soy el único que se ha parado a ver lo que sucede en la terraza acristalada del mítico café. El viento sigue azotando los paraguas y el frío empieza a hacerse insoportable. Miro con envidia lo que sucede al otro lado del cristal, en donde unos enormes osos de peluche leen impasibles y beben champán mientras observan cómo la lluvia empapa a los transeúntes. Me pregunto qué pensarán ellos al vernos. Pobres infelices, se lo tienen merecido y seguirán castigados hasta que aprendan la lección, puede que se digan mientras descansan la vista antes de pasar una nueva página. El inclasificable panorama parece el resultado de una ocurrencia fácil, como si alguien hubiera dicho que los cafés volverán a abrir cuando los osos beban champán. Dicho y hecho. Sonrío y me alejo de la surrealista escena, digna del mismísimo André Breton. Unos tímidos rayos de sol aparecen entre las nubes, que tamizan la luz e iluminan caprichosamente algunos tejados de zinc. Sigue lloviendo en París.
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