Peligro, ¡sinceridad brutal!
Miedo me dan los talibanes de la sinceridad absoluta. Ser sincero, como antónimo de ser falso, es bueno, por supuesto. El engaño es una práctica perniciosa. Pero la sinceridad llevada a sus últimas consecuencias tampoco es una virtud, al menos desde mi punto de vista, y tiene mucho de grosería, soberbia y prepotencia. Reconozco que en mis tiempos mozos yo también iba por la vida de «supersincera». A esas edades todo es extremo, se peca de soberbia y parece que todo lo que sea desviarse de las propias convicciones o ideas ―que por supuesto son las buenas, las verdaderas― es traicionarse a uno mismo.
No alimentar al Troll
A pesar de los muchos consejos que me dan al respecto, tengo la mala costumbre de mojarme en mis opiniones públicas, ya sea en Twitter, Facebook o mi blog, incluso en la columna sabatina del periódico cuando compartía página con mis admirados María José Pou y Paco Pérez Puche.
Ya en aquellos tiempos me llevé algún disgusto por los comentarios desabridos de algún lector, que, casualidades de la vida, resulto ser vecino y conocido mío. Pero nunca había sufrido un ataque en toda regla, uno de esos que he visto padecer a personajes famosos como Toni Cantó, Esteban González Pons, Carmen Lomana o Hermann Tertsch.