La envidia

Hará cosa de un año y medio escribía un artículo en mi columna semanal del periódico bajo el título de «La envidia». En los últimos tiempos me ha venido a la cabeza en innumerables ocasiones por razones distintas a las que entonces me lo inspiraron, pero el fondo es el mismo y no me resisto a ponerlo aunque no es en referencia a nada en particular sucedido esta semana. No vayamos a ponernos a investigar qué fue lo que pasó.

Siempre se ha dicho que uno de los males endémicos de esta España nuestra es la envidia. No sé si se ha globalizado o nos seguimos llevando la palma, pero desde luego pruebas hay de que tenemos mucho tiñoso suelto, como decía el refrán y afirmaba Unamuno.

Te los encuentras en todos los ámbitos: familiar, profesional, social… Al envidioso se le reconoce unas veces por sus silencios: son incapaces de felicitar o dar la enhorabuena por los logros ajenos y, cuando no les queda otro remedio que retratarse para no quedar en evidencia, sientes cómo las palabras reptan desde su estómago con dificultad. Los más radicales recurren a la crítica cruel, sin anestesia, aunque estos son los menos porque el envidioso fetén no suelen ir de cara. En general, les delata un permanente estado de amargura; su boca sonríe a veces, pero cuando lo hace los ojos no acompañan el gesto. Y en sus comentarios predomina más el ácido que la vaselina. Y es que en el pecado llevan su cruz, porque siempre hay alguien más alto, más guapo, más listo, con más éxito profesional… Incluso aunque la posición del propio envidioso sea digna de admiración, siempre se siente superado por alguien. La envidia es el tóxico mortal de la felicidad.

Y es que a veces es eso lo que se envidia de otros, la capacidad de ser felices.

Mientras esos sentimientos los sufren en silencio ―como decía un anuncio, no pasa nada; pero cuando la envidia la verbalizan se convierte en un arma peligrosa. De forma ladina se esfuerzan en dañar la figura objeto de su obsesión; pero como aunque sean malos, no son tontos, lo harán con mayor o menor disimulo en función de su habilidad. Reconocerán abiertamente que mengana es guapa, pero añadirán que su cirujano plástico es de los mejores o que el maquillaje hace milagros; si elogian su riqueza, lo mismo lo tacharán de cornudo que de tener una flor en salva sea la parte, porque en realidad es un inútil; si consigue un buen puesto o lo premian, será porque tiene un enchufe de alto voltaje, o por su cara bonita, o porque es un trepa, o porque los que lo han puesto ahí no tienen ni idea… Claro, ellos sí que saben, porque son ellos quienes lo merecen desde su punto de vista (y eso no lo dirán). A algunos se les nota tanto, que los dardos envenenados se desintegran conforme abandonan la boca de su emisor de puro evidentes. Pero hay «artistas» que consiguen quedar por encima de sus insidias, incluso convenciendo al personal de su aprecio o admiración por el objeto de su mala leche, y llegan a sembrar la duda sobre la valía personal de alguien mediante una habilidosa mezcla de pequeñas dosis de loa y peloteo diluidas en difamaciones, tergiversaciones o comentarios mal intencionados que ganan credibilidad merced a los halagos previos.

Algo parecido a lo que hacen los maltratadores psicológicos, como se comentó extensamente en la presentación de Gato por liebre de Regina Román, y que aunque no tiene que ver estrictamente con el tema de esta entrada, comparto el vídeo por si puede ayudar a alguien.

Es una pena que haya gente así, y la de casos que se ven, pero son dignos de misericordia, porque su mal no tiene cura y la felicidad les está vetada.

 

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