Invertido

Son las tres. Merak ha quedado con Zeta-Chi a las cinco, pero ya le tiembla hasta lo que no tiene. Lleva meses, puede que un año, retrasando el momento. Por miedo.

Ha cumplido los diecisiete años, pero desde niño sabe que le gustan las chicas. No entiende qué ha fallado en su concepción, se supone que eso está controlado y su mal, abolido, pero teme ser el error estadístico de su lote. Nunca se lo ha confesado a sus madres aunque barrunta que lo saben:

―Merak, mi vida ¿no quieres jugar con otra cosa? ―Con siete años se enfrascaba en guerras espaciales interminables―. Esa nave planetaria de Lucita está hecha un asco. Ven, que te peino, te pongo colonia y nos vamos a dar una vuelta, ¿quieres?

Las ha visto intercambiar miradas de inquietud, incluso no hace mucho escuchó a mamá Lina-Rem hablar con gran desasosiego del Centro de Reprogramación Testicular; fue cuando denunciaron a su vecino. Al parecer, lo del cuarentón del decimosexto era una anomalía genética, según había certificado la Comisión de Invertidos ―y había difundido la del piso cincuenta y seis―. Seguía en reparación
, no había regresado.

No quiere preocuparlas, se dice, aunque la realidad es que se moriría de la vergüenza si supieran que es un hetero; no soportaría ver la decepción en su rostro. Ellas, tan tradicionales, tan buenas, tan felices con su vida ordenada. Y tan bien consideradas. No puede afrontar acabar con todo eso. Se siente como una bomba de heliones capaz de desintegrar toda esa estabilidad. En el colegio disimula. El uniforme gris ayuda, lo asimila a los demás, pero también lo pone en evidencia. Desde que cumplió los quince no consigue controlar las reacciones de su cuerpo y la licra inteligente del uniforme muestra sus erecciones en los momentos más inoportunos. Como cada vez que ve a Zeta-Chi. En cuanto lo nota mira hacia otro lado y piensa en el nuevo Nanocraft que le han regalado a Lucita por su cumpleaños y que tanto le gusta. Y, si no le baja, se concentra en el recuerdo de Orion-Ta, un chaval dos años mayor a quien rodearon al salir de clase por hetero y lo pintaron de rosa con spray. Eso se la baja seguro. Nunca se supo quiénes fueron los responsables, nadie habló, a nadie le interesa lo que le pase a uno de ellos, pero él sospecha que los tiene cerca:

―¡Merak! ¿Qué coño te pasa, machito de mierda? ―Pí es algo más bajo que él, pero eso no le impide intimidarlo―. No me digas que se te pone dura mirando a las niñas. ¡Chicos, aquí tenemos un machorro de marca!

―¡No digas gilipolleces! ¿No tienes nada mejor que hacer?

―Venga, Merakito, si se te marca como una láser al verlas trotar durante el partido. ¿Qué te han enseñado en tu casa?

―Déjame en paz…

―Degenerado, picha brava, anomalía humana…

Así un día y otro y otro. Pí se ha dado cuenta, a pesar de los esfuerzos por no delatarse; nunca se le ha escapado un comentario sobre lo buena que está Casiopea o las tetas que tiene Claria, les ríe los chistes aunque algunos le dan náuseas e incluso ha forzado algún «qué culo tiene mengano» con voz atiplada. Pero no ha evitado ser el rarito de la clase.

Sin embargo, Zeta-Chi siempre ha sido amable con él. Nunca se ha burlado y, podría jurar que, cuando la roza, ella se ruboriza. Se le hace imposible no amarla en sueños, pero el temor a las consecuencias no le ha permitido, hasta ese día, quedar con ella a solas. Ayer se decidió. Coincidieron al salir de la instrucción y, mientras quitaba el cordón bloqueante a su propulsor, le preguntó si podían verse al día siguiente. A las cinco. ¿Dónde? En el Museo de Antropología. Ella le replica:

―Hay cosas horribles, nunca va nadie.

―Por eso…

―Ah. ―¿Se ha ruborizado?― Entiendo. A las cinco.

―Sí, en la sala del siglo XXIV.

La cobardía le había pasado factura en los primeros tiempos de su descubrimiento. Su TEI (Técnico en Equilibrio Interior) de la Clínica Monte Lunar le diagnosticó una úlcera nerviosa que solucionó al instante. Lo mismo ocurrió con el insomnio y la ansiedad, superados con chutes periódicos de láser Radisens. Pero esa noche ha vuelto a no pegar ojo. ¿Y si ella no es de los suyos? ¿Y si luego se lo cuenta a todos? ¿Y si es una trampa? No sería el primero en sufrir una humillación pública preparada.

Suda. El mando regulador le ayuda a reducir el exceso de sudoración, quiere tener buen aspecto, pero lo que en realidad necesita es un chute de láser y ahora no puede desplazarse para que se lo den. Con el propulsor a la espalda, Merak vuela hasta el museo. Su camiseta inteligente le avisa de un exceso de tensión arterial ―«tranquilo, no pasa nada»―. Negativo: en cuanto entra en la sala del siglo XXIV y ve a Zeta-Chi frente a la cortina osmótica, las palpitaciones redoblan. Duda. Teme.

Solo al mirarla de frente el pulso vuelve a su ser. La sonrisa más bonita, los
ojos más dulces, el cuerpo más… y las hormigas juguetonas invaden sus sentidos.

Se saludan, pero no se besan, hay cámaras. En el siglo XXX es difícil esconderse.
Acodados sobre la barandilla que mantiene a los visitantes a una distancia de las escenas expuestas, sus brazos se rozan, sus pensamientos también. Merak busca las palabras adecuadas, visualiza frases en la mente, quiere ordenarlas, pero la emoción se lo impide y tiene poca práctica en la transmisión directa, acostumbrado a evitar siempre que le lean el pensamiento. Pero no le cuesta nada leer la de Zeta-Chi, clara y serena, plena de orgullo:

―Pensé que nunca te atreverías a dar este paso, Merak. Me quieres, te quiero. ¿Qué mal hay en ello? Y no, no estamos solos.

―Lo sabías…

―Ahora sí.

―No podemos.

―Podremos. No van a cambiarnos. Tenemos derecho a ser felices.

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