Ferias, libros, hadas y espejismos

Esta semana ha sido intensa y agotadora. El martes, después del programa de radio en el que colaboro por las mañanas en CVRadio, partía hacia Madrid para firmar en la caseta de Teran en la Feria del Libro. Era la tercera vez en mi vida que acudía a esta Feria. Recuerdo la anterior con una sensación agridulce, acababa de presentar «Las guerras de Elena» en Madrid, en la Casa del Libro, rodeada de amigos y lectores fieles y la ilusión era enorme.

La víspera a mi tarde de firmas me llevé un buen rapapolvo que no auguraba nada bueno, pero para un escritor firmar allí es como para un torero entrar en el cartel de Las Ventas. A pesar del poco tiempo ―apenas una hora de 18:00 a 19:00― me encontré con un recibimiento increíble y una buena tarde de firmas. Ahora repetía experiencia con más tranquilidad o tal vez con más madurez; y mucho más recorrido. Pasé la tarde firmando ejemplares pero, sobre todo, charlando con muchos lectores que ya habían leído «Yo que tanto te quiero» y vinieron porque los libros hacen amigos y muchos de los que empezaron siendo simples lectores ahora son mucho más: Germán, Javier, Mercedes, Almu y el resto de Sepias, Olalla, Rafa, Gloria…


Gema, Almudena, Carmen, Marta Querol y Mercedes Gallego.


De vuelta en el AVE esa misma noche
―la de horas de tren que me he tragado esta semana― pensaba en si tanto esfuerzo vale la pena, algo a lo que últimamente le doy muchas vueltas.

A la mañana siguiente, tras organizar cosas en casa, de nuevo partía hacia la estación pero con muchas horas más por delante. Incomprensiblemente todavía no existe un AVE en el corredor mediterráneo. No iba sola, me acompañaba María Vicenta Porcar, tal vez la persona ―junto con mi agente― que más fe tiene en mi trabajo ―desde luego mucha más que yo. En realidad la presentación en Barcelona, como tantas otras, se había movido por su empuje y energía porque la mía se agotó hace tiempo. Aproveché el camino para leer la densa y profunda novela «La Vía láctea» (Louise Duprée) y tal vez por el texto, tal vez por la experiencia acumulada, me invadió la melancolía. Procuré no echar la vista atrás y seguí leyendo procurando no pensar.

Ya en Barcelona la primera alegría fue conocer a mi agente, Piluca Vega de Página Tres con quien había tenido muchas conversaciones a distancia pero ningún café tranquilo. Internet ayuda mucho a conocerse y mantener el contacto, pero no hay nada como un abrazo sentido y verse las caras. Llevamos este proyecto en común en el que ha conseguido muchas cosas buenas y palpar su esfuerzo a través de su mesa de trabajo, de las fotos y post its en el corcho de la pared, en las arrugas de su ceño preocupado y en su ímpetu al hablar de lo que hace, me supuso un revulsivo. Demasiado empeño como para que tire la toalla.

En el Corte Inglés me encontré con el buen hacer de Eva Franqués, de Ámbito Cultural, que se desvivió. Es muy gratificante conocer a buenos profesionales que no solo hacen bien su trabajo sino que ponen cariño en lo que hacen, y eso se nota.

Allí me esperaba Roser Amills, mi presentadora, el otro gran descubrimiento de este pequeño viaje.


Roser Amills, escritora, autora de La Bachillera

Hay muchas formas de presentar una novela y yo, con Roser, tuve la mejor. Había leído mi novela ―sí, algunos presentan sin leer el libro aunque parezca mentira― y lo había interiorizado por completo. Habló con el corazón, con conocimiento, con un cariño hacia mi obra que no sé de dónde salía porque no me conocía de antes pero era palpable; con dulzura, con gracia, con profundidad y mucha generosidad. ¿Qué más se puede pedir? Me encantó conocerla porque de su forma de hablar y sentir lo que lee deduje la gran persona que hay en esa anatomía diminuta y delicada, alegre y profunda. Sabia, como diría María Vicenta. La definí como un hada porque es lo que me pareció y ya solo conocerla habría merecido la pena el viaje. Las personas de luz no abundan y encontrarlas es un privilegio del que por fortuna disfruto con frecuencia.

Durante la presentación los lectores me dejaron casi sin palabras. Alguna de las cosas que me dijeron coincidía con otras que ya había oído, como que al terminar de leer mi novela uno es mejor persona que antes de leerla. Roser me decía que no era un libro de autoayuda pero hacía pensar y reflexionar sobre muchas situaciones de la vida y dejaba un poso positivo. No me lo planteé al escribirla pero me alegro que lo sientan así. Me dijeron que la crudeza y realismo que destilaba cada escena recordaba a Chirbes ¡Chirbes! y llegaba a sobrecoger. No lo había pensado, pero es cierto, con el tiempo me he dado cuenta de que es más dura de lo que creía. Tal vez porque yo también lo soy. Un lector me dijo que no dejara nunca de escribir, que tenía ángel; no sé muy bien qué es eso, pero me sonó bien. A veces necesitamos oír que vale la pena lo que hacemos por esas otras veces mucho más frecuentes― en que parece que no tiene ningún sentido.

Fuimos pocos, muchos menos de los que dijeron que vendrían, pero muy cómplices y entregados. Algunos no dijeron nada, vinieron, escucharon, se fueron… Un señor en la quinta fila parecía haber venido a dormir la siesta, pero se espabiló al poco e incluso mostró interés, con los ojos muy abiertos y asintiendo a cada poco. No sé quién era porque no dijo nada y se fue como vino, con discreción. Otros afirmaron que lo leerían pronto y, por la forma de exponerlo, deduje que lo piratearían de alguna web de descargas ―incluso autoras poco conocidas y sin apoyo mediático como yo sufrimos la lacra del pirateo― y sonreí con amargura pidiéndoles que cuando lo hicieran me comentaran qué les había parecido. Una lectora, un poco apurada, me traía un ejemplar de «El final del ave Fénix» de 2008, la primera edición, la que me dejó claro que el camino editorial era pedregoso e ingrato. No sabía si pedirme que se lo firmara porque conocía la historia. ¿Cómo no iba a firmárselo?



De vuelta a casa reflexionaba sobre todo ello. Esa novela, mi primera obra, la empecé a escribir en 2006. Me dije que no era posible que hubieran pasado diez años desde entonces, que lleve diez años en esta carrera de obstáculos que parece que la empecé ayer. ¿Qué he conseguido en tanto tiempo? Mucho y nada. He publicado tres novelas, dos de las cuales se mantienen en ventas desde su primera edición. La tercera que acaba de salir se ha publicado  también en México. Y, como comprobé en un evento de unos amigos este fin de semana, mis conocidos me tienen por una escritora famosa: «es que tú llevas diez años escribiendo». Aunque esto último sirve de poco; solo para comprobar lo distinto que se ve el patio desde la propia casa.

Sí, diez años, pero tengo la sensación de que sigo en la casilla de salida, que estoy viviendo un espejismo, y cada día dedicado a esta locura pienso que será el último… aunque en algún lugar muy profundo y escondido de mi mente algo grita que no puede serlo.


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