Crónica de viaje III: Valle Sagrado

Conforme escribo, me parece inverosímil todo lo que llevábamos visto en esos primeros siete días y todavía faltaba aquello que, cuando planificas un viaje a Perú, es el mayor reclamo. El Valle Sagrado es el epicentro de esta ruta, la mente asocia el país a Machu Picchu y alrededores, como si todo se redujera a eso, aunque hay muchísimo más que ver como ha quedado patente en las dos entradas anteriores.

Rumbo al Valle Sagrado

La mañana del 8 a las 8:30 por fin salimos, mochila al hombro con muda para dos noches, hacia el Valle Sagrado. Dejamos el equipaje en el hotel de Cusco; el tren que sale de Ollantaytambo con destino a Aguas Calientes (Machu Picchu) no tiene capacidad para maletas y tampoco nos hacía falta más.

Aunque es temprano, el traqueteo del autobús no te duerme, atrapados por el paisaje. Cada parada del camino tiene encanto, vistas y, como no, algún vendedor de suvenires. ¿Qué te venden? Productos de alpaca —que tienes claro que de alpaca no son, pero dan el pego y son bonitos—, desde ponchos y jerséis hasta gorros o peluches, y artesanía, abalorios, amuletos… Cargué con pulseritas de semillas de huayruro, que protegen de las envidias y las malas vibras, a ver si ayuda que en los últimos años he soportado mucho de eso, pero sobre todo porque eran muy monas. Respiras hondo, sientes que el aire es de una pureza sanadora y dejas que la vista se pierda en las praderas y montes, en el cielo, las nubes. La paz te embriaga y sonríes porque te sabes privilegiada. Tras la parada, seguimos camino por un pequeño puerto de montaña y entramos en el Valle Sagrado de los Incas. El valle discurre en paralelo al río Vilcanota (o Urubamba) y en él se concentran algunas de las ruinas incas más conocidas de Perú, como Pisac, Ollantaytambo o Machu Picchu.

Pisac

En las laderas, el verde intenso se ve roto por bancales de piedra que parecen sostener la roca. Unos son recientes, otros ancestrales. Los restos arqueológicos están por todas partes, como los que nos recibieron en las ruinas de Pisac, las primeras en nuestro camino. Aunque habíamos descendido algo, seguíamos muy por encima de pueblos y aldeas liliputienses que emergían desde el fondo del valle.

Pisac fue un gran complejo construido por el Inca Pachacútec. Como en la mayoría de los complejos arqueológicos que visitamos, en este se desarrollaban varias funciones: agrícola, militar, religiosa e incluso funeraria, con el mayor y más antiguo cementerio inca de Sudamérica. Cada una de esas funciones se hacía en un sector diferente, muy separados entre ellos. Los principales a visitar son el Intihuatana (sector ceremonial), el Q’alla Q’asa (sector militar) y P’isaqa (la antigua zona urbana).

Ollantaytambo

Seguimos camino hacia la fortaleza de Ollantaytambo. A la entrada, algo habitual: el panel donde te proponen tres rutas distintas en función de la dificultad y duración: corto, medio y completo, para valientes con tiempo.

Una constante en las construcciones incas y que le infiere una belleza especial es que la propia geológica forma parte de ellas, se integra. En Ollantaytambo, si miras con detenimiento las montañas que te enfrentan, llegas a ver la cara de un inca coronado. La «corona» la forman graneros de difícil acceso que provocan ese efecto óptico. No es la única figura que se recorta sobre la piedra, pero sí la más clara. Por fin caminas y subes y bajas con cierta ligereza. Estábamos por primera vez por debajo de los 3000m. de altura sobre el nivel del mar desde que aterrizamos en Santa Cruz, y los efectos del soroche se diluían.

Y menos mal, porque subir, subimos. No es de extrañar la morfología de los oriundos de estas tierras: piernas cortas y robustas, una caja torácica amplia con una buena capacidad pulmonar y una mayor capacidad vital. No era nuestro caso, pero querer es poder, y queríamos. He tenido grandes ejemplos de superación y fortaleza en este grupo; personas que lo tenían más difícil por edad, por condición física o por padecer vértigo u otras dolencias; no se amilanaron ni ante las escalinatas interminables ni ante los cortados sin quitamiedos y, cada uno a su ritmo, subió y subió y subió, y bajó y bajó y bajó, siempre ante la atenta mirada y el apoyo de Planchuelo, que nunca dejaba a nadie atrás. Reunirnos en cada cima era una celebración.

Visitamos el Templo del Sol y sus gigantescos monolitos, el Salón Real y los Baños de la Princesa. Nos pilló la hora de la puesta de sol, con una luz maravillosa que hacía brillar el lejano glaciar Quelccaya que asomaba tras las piedras grises. Al mirar hacia abajo, en lo profundo del valle ves el pueblecito al que hay que volver y no te explicas cómo has llegado hasta ahí arriba.

Regresados a la base, visitamos el pueblo y sus tiendas de artesanía. Un jefe inca buscaba algún turista que quisiera llevarse una foto de recuerdo. Llegamos al hotel con ganas de descansar para afrontar el día siguiente con energía. No he hablado de los hoteles, que estuvieron todos muy bien, pero en particular el de ese día en Sonesta (Posada del Inca Yucay, de 3*) me pareció espectacular. Sentí no pasar algunos días más allí, de simple relax y disfrute.

 

Aguas Calientes y Machu Picchu

A las 6:30 —yo, nerviosita—, emprendimos con las mochilas al hombro el camino hacia la estación para coger el tren que nos llevaría a Aguas Calientes, punto de salida de los autobuses que van a Machu Picchu. El viaje se hace en un tren panorámico que discurre tranquilo, cadencioso, por un sinuoso camino que bordea el río Vilcanota que asoma y se esconde entre ramas y cañizos. Son solo 43km que se recorren en una hora y tres cuartos de paisajes sin domesticar.

Por el camino hizo una parada donde conecta con el Camino del Inca, porque a la Ciudad Perdida, como también se la conoce, se puede llegar a pie. Creo que son tres días de camino duro por la montaña, un pequeño reto para los amantes del senderismo y las rutas de montaña. No sentimos la frenada de fin de trayecto, el tren iba tan lento que simplemente languideció. La estación de Aguas Calientes era un hervidero de gente yendo y viniendo.

Descargamos con rapidez en el hotel y, sin apenas parar, recorrimos la corta distancia que lo separaba de los autobuses que suben a la base de la Ciudad Sagrada. En Aguas Calientes todo está cerca, casi amontonado. Las colas crecían sin parar en un desorden ordenado. De nuevo, curvas y más curvas a través de una vegetación mucho más frondosa que en los días anteriores. Se percibía con claridad el paso a lo que llaman Ceja de selva o Selva alta. Yo, pensativa, observaba el ascenso por la ventanilla. Los recuerdos flotaban a mi alrededor.

Tras otra pequeña cola para que nos sellaran los boletos —hay que sacarlos con antelación porque las visitas están limitadas—, entramos y nos enfrentamos a un nuevo reto de subida. La humedad, incluso si no llueve, es alta y el terreno es resbaladizo, por lo que el sendero de tierra está reforzado por una rejilla de plástico que evita accidentes, aunque no es muy cómodo a la pisada. Avanzas rodeado de muros de piedra y vegetación tan cerrada que no te deja ver lo que anhelas. En alguna terraza intermedia nos paramos a recuperar el aliento, reagruparnos, escuchar las explicaciones y aprovechar para hacer las primeras fotos —fruto del ansia, porque todavía no ves casi nada—. Un traguito de agua y a seguir.

A algunos se les hacía difícil el camino con una pared a tu derecha y el infinito a tu izquierda, o al revés cuando ese tramo daba un giro de 180º y el cortado pasaba al lado contrario. Notaba palpitaciones y no eran solo por el esfuerzo de la subida. Estaba a punto de cumplir un sueño. Terminé el último tramo de escalera hasta el punto desde el que se domina Machu Picchu con lágrimas en los ojos y una gran sonrisa. A cada uno nos recibió Álvaro Planchuelo con un abrazo para celebrar que lo habíamos conseguido: contemplábamos una de las siete maravillas del mundo, la ciudadela del siglo XV construida por el inca Pachacútec. Nadie faltó a esa cita, todos llegamos a ese punto mágico. Estuve un rato sin hacer nada, solo contemplar la fortaleza con el Huayna Picchu detrás.

Aunque había muchos grupos, el espacio es tan impresionante que desaparecen de tu vista. Todos queríamos inmortalizar los mismos sitios, pero el respeto prima y en armonía pasamos todos por los puntos estratégicos. Yo quería repetir alguna de las fotos que me hice allí de joven, y lo conseguí. Hacía un sol precioso y la visibilidad era perfecta, un milagro. Reía de emoción y mis pulmones reventaban de alegría. Dicen que el complejo tiene una energía especial, un magnetismo que da fuerzas. Debe de ser cierto. Miré al cielo, sonreí más. Si en Cusco sentí añoranza, en Machu Picchu fue gratitud en grado superlativo. No podía dejar de sonreír. La sentí conmigo, lo estuvo todo el viaje y me ha dado una fuerza inmensa que me he traído de vuelta.

Como en otros escenarios, nos costó seguir camino. Bajamos despacito, con cuidado, hasta llegar a la zona del Palacio del inca y el Templo del sol, aunque a este no podríamos entrar hasta el día siguiente porque cierran el acceso a las 10:00. Todo el paisaje es embriagador. Hay zonas en las que enmudeces, respiras hondo y escuchas el rumor del río en el fondo del valle, la brisa, los pájaros. Hechiza hasta el punto de no sentir el cansancio hasta llegar al autobús para regresar. Repusimos fuerzas en un estupendo restaurante que, por momentos, pensamos que era una broma porque de nuevo tuvimos que subir y subir y subir hasta el ansiado refrigerio. Esa tarde aproveché para darme un masaje reparador, en previsión de que al día siguiente volvíamos.

Emprendimos camino a las 6:30 con las mochilas ya preparadas, pues esa tarde dejábamos el Valle, y llegar a tiempo de ver el Templo del Sol y el del Cóndor, que se cierran a las 10:00. Si la víspera habíamos disfrutado del sol y la ausencia de nieblas, en este nuevo día madejas de nubes se enganchaban en piedras y vegetación. Amenazaba lluvia que acabó por caer, pero, igual que en Racchi, apenas fue una llovizna que no molestaba. El paisaje era totalmente distinto al del día anterior.

Aunque no puedes entrar directamente a esa parte del yacimiento, no es necesario hacer todo el recorrido. Solo subes la mitad del camino y tomas un atajo que te conduce hacia la puerta principal, la casa del Guarda y al Intihuatana, otro de mis puntos mágicos en este viaje. Se trata de un santuario de observación astronómica que, al parecer, se usaba mediante el estudio de las sombras proyectadas por el monolito que está en el centro del recinto al incidir el sol sobre este. Lo que no pude es repetir la misma foto, el monolito está ahora rodeado de cuerdas —con buen criterio— y no puedes auparte como hice yo en mi estancia anterior, pero la emoción fue inmensa de nuevo. A la izquierda, con quince años, encaramada al monolito; a la derecha, con muchos más, recordando aquel lejano día con mucha felicidad.

 

Una de las curiosidades que si no te lo muestran es difícil de ver, es que los bloques que conforman los muros están dispuestos de forma que también reproducen la simbología inca. Como enormes puzles camuflados entre sillares, dibujan pumas, lagartos, aves…

Más vistas, más terrazas imposibles y, tras un breve camino, el Templo del Cóndor. Este recinto es otra muestra de integración del paisaje en la construcción, porque el cóndor que da nombre al templo es una formación rocosa cuya forma natural se asemeja al cuerpo y las alas de este ave de significado religioso para los incas, y que se completa con una piedra en el suelo que simula la cabeza.

En otra parte del recinto un monolito reproduce con exactitud la montaña que lo escolta, montañas sagradas que la naturaleza reproduce en miniatura y los incas integran en sus obras.

El camino de salida de Machu Picchu nos llevó por terrazas envueltas en neblina con vistas a lo más profundo del valle, al río, a cortados y riachuelos. Es uno de los lugares que invitan al silencio y ese día, con el rumor de la llovizna al caer y las nubes dando un aire de misterio al conjunto, más. Los sentidos se embriagan y entras en un estado de paz inmensa ante tanta belleza y la grandiosidad del paisaje.

Y te sientes, de nuevo, pequeñito y privilegiado de que tu mente y tu cuerpo hayan podido disfrutar de algo así.

En Aguas Calientes, ya de regreso, lo celebramos con un pisco sour, cóctel típico de Perú al que le cogimos mucha afición, y con unas compras en el mercadito con la sensación de que habíamos vivido un sueño. Nos esperaba el tren de vuelta a Cuzco para enfrentar la última etapa del viaje: Lima, Paracas y Nazca. ¿Te vienes?

2 Comentarios
  • Elisa García Prosper
    Escrito a las 12:30h, 07 mayo Responder

    Maravillosa crónica. Sigue así campeona!!!

    • Marta Querol
      Escrito a las 16:48h, 09 mayo Responder

      Muchas gracias por leerme, Elisa 😀

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