Crónica de viaje II: Perú. De la frontera a Cusco.

Si en Bolivia sentí que el tiempo no había pasado, en Perú la percepción fue distinta. El mismo paisaje, la población indígena con sus trajes coloridos, el lago todopoderoso detrás…Tan solo habíamos cruzado una valla, avanzado unos metros, pero desde la misma oficina de aduana se aprecia que es un país evolucionado, en marcha, como si hubiésemos saltado varias décadas en dos pasos. Desde la ventanilla del autobús, además de las cholas, siempre llamativas, se veía a hombres trabajando en el campo, en la construcción. Nos llamó la atención un fenómeno curioso: la llanura verde está salpicada de pequeñas construcciones de apenas 4m cuadrados; cuatro paredes y un techo sin capacidad aparente para nada. Preguntamos. Son asentamientos legales en tierras propiedad del gobierno, una práctica avalada por la ley según la cual cuando construyes en un terreno, al cabo de unos años si se cumplen unas condiciones ese terreno puede pasar a ser de tu propiedad.

Los Uros y Puno

Entre los muchos alicientes del lago Titicaca, Los Uros es uno de ellos. De mi viaje anterior no recuerdo haberlo visitado, es demasiado pintoresco para haberlo olvidado. Los uro chulluni son una etnia ancestral que se asienta sobre islas artificiales que flotan alrededor de la bahía de Puno. Las familias viven en grandes bloques de tierra donde se amontonan capas y capas de cañas de totora para darle volumen a la base. Al bajar del barco se hace complicado caminar por el islote. Avanzas sobre madejas de juncos: los de la superficie, resecos y quebradizos; los que se aplastan debajo, húmedos y en descomposición, convertidos en abono. Hay que mirar dónde pones el pie porque en ocasiones se abren las cañas y te hundes. Un olor raro y sutil, mezcla de pescado, podredumbre y sal, lo envuelve todo sin llegar a ser molesto.

Siguen costumbres ancestrales y curiosas. Para ampliar la superficie habitable se clavan estacas en distintos bloques de tierra, se atan para afianzar la unión de unos con otros y facilitar así que las raíces de totora se entrelacen y fortalezcan el ensamblaje. Si un miembro de la familia se independiza, se corta una parte con un serrucho y se escinde de la isla principal creando una nueva. No pagan impuestos, pero las condiciones de vida son duras. Nos atendieron con hospitalidad y mucha preparación para el turismo, su principal medio de vida, lo que no le quita su parte de autenticidad. La pequeña Tracy y su primo ya sabían cómo desenvolverse en distintos idiomas. Incluso en japonés.

En Puno hicimos parada y fonda, y aprovechamos para visitar esta ciudad caracterizada por su espíritu reivindicativo y su pasión por la danza. A la entrada de una iglesia se extendían pancartas de denuncia por la represión policial, en una calle adyacente unas niñas ensayaban cánticos feministas a ritmo de batucada. Una ciudad vibrante y colorista que invita a pasear. Llegamos al mercado cuando faltaba poco para el cierre y pudimos hablar con las tenderas y comprar algunas frutas autóctonas. Las condiciones eran muy distintas a las que conocemos: ni un gramo de hielo para el pescado; el pollo y la carne roja sobre el mármol; los perros, mansos, rondan por los pasillos, imagino que a la espera de algún regalo. Lo que no vi fueron moscas. Nosotros cenaríamos poco después, muy probablemente, productos salidos de este mismo mercado.

Acabamos la noche en Los balcones de Puno, local típico para turistas y no por ello desdeñable. Estos sitios tienen mala fama, pero permiten conocer mejor algunos aspectos del país, como la gastronomía y la danza, y en este caso la comida fue excelente (en general, comimos muy bien en todas partes) y, la exhibición de danzas, variada y sorprendente. Me impresionó la fuerza y energía de la parte masculina en casi todas las coreografías. Alguna de las danzas, como la de los diablos o tentaciones, me resultó chocante, sobre todo el vestuario que parecía más de cabaret que de un baile ancestral, pero en general, a mí, que me encanta el baile, me valió la pena la visita.

Camino de Cuzco. Pucará. Canchi.

Al día siguiente a las 7:00 continuamos camino. Poco más de dos horas en autobús —o movilidad, como dicen ellos— de Puno a Pucará, y cada kilómetro vale la pena. Junto a la plaza de Armas, de nuevo la impronta colonial y la preincaica se unen. En la calle lateral del templo de Santa Isabel, construido por misioneros Jesuitas en 1767, una puerta abre paso al museo lítico que alberga una colección de piezas arqueológicas en piedra y cerámica muy representativas. A través de los monolitos y las piezas de cerámica expuestos, pudimos conocer algo más de la evolución de las civilizaciones y de la riqueza cultural de la zona. También de las costumbres de aquellos pueblos, como la de cortar cabezas como trofeo. En la foto de abajo, una muestra de las lito esculturas Pucará (200 a.C. a 400 d.C,) con su trofeo en las manos.

Reconozco mi escasez de conocimientos sobre las civilizaciones preincaicas antes del viaje —entre mis compañeros había auténticos expertos—, pero pronto nos familiarizamos con términos como «periodo arcaico», los Tiwanaku, Chavin, Cupisnique, Pukará, Paracas, Vicus, Salinas, Huari, Nazca, Moche… En distintos escenarios disfrutamos de los vestigios de estas culturas y de cómo se evolucionó de unas a otras.

   

A Pucará también se la conoce como la ciudad de los toritos. Coronan muchas viviendas, en parejas; representan protección, fertilidad y felicidad. Estuve tentada de comprar una pareja ante la insistencia de alguna cholita simpática, pero al final opté por unos bolígrafos de cuero con motivos peruanos. Confío más en el mundo real que en las supersticiones, y de un bolígrafo pueden salir grandes historias.

No lo he dicho, pero el tiempo era un poco loco. Lo único seguro era que de noche hacía frío. Pero de día, al sol se estaba bien y en días nubosos no sabías si ponerte el anorak o dejarlo. Al final, la solución «cebolla» no falla.

Poco a poco dejamos atrás el lago Titicaca y proseguimos hacia nuestro siguiente destino: Cuzco, aunque hay tanto bueno en el camino que parece que no vas a llegar. Cada kilómetro recorrido deja poso. El paisaje, cada vez más verde y fascinante; la luz, intensa; los perfiles, definidos. El altiplano se diluye poco a poco con la Ceja de Selva o Selva alta, que todavía no se aprecia pero se presiente. Llegamos a San Pedro de Canchis para visitar el Templo de Wiracocha, en el complejo de Racchi (Raqchi en quechua), en medio de un espacio natural excepcional. Es evidente que en su época de esplendor estaba cuajado de jardines de los que todavía permanece parte de su belleza. La construcción más visible es el templo de Wiracocha, de gran altura, pero también hay habitaciones, baños, almacenes circulares (colcas)…

El día se alió con nosotros para regalarnos ese brillo especial que la llovizna da a los verdes cuando el sol se cuela entre las nubes. La humedad justa para no molestar y mejorar el paisaje.

Rumbo a Saqsaywaman

A 45km de Cuzco paramos de nuevo. La lluvia se había quedado en Racchi y llegamos a Andahuaylas, a la parroquia de San Pedro Apóstol, con el tiempo despejado. El sobrio exterior de estilo renacentista engaña, aunque el pórtico policromado ya anticipa el barroco interior de la conocida como la Capilla Sixtina de América: los artesonados de estilo mudéjar que recubren el techo, las pinturas de la escuela cusqueña, el sincretismo de nuevo presente…

Y se repite la embriaguez, con los sentidos sobrepasados por tantos impactos. Difícil no hacer fotos frente al impulso de inmortalizarlo todo para no olvidarlo, aunque lo prohíban. La pena es que las haces desde ángulos imposibles. Los que vigilan,  generosos, hacen como que no te ven.

Cuzco, al fin. Y unos cuantos alrededores

Cuatrocientos kilómetros y muchas horas de autobús después, llegamos a Cuzco embriagados de imágenes y, con la fatiguita casi olvidada a pesar de los 3800 m. sobre el nivel del mar, nos fuimos al centro impacientes como niños. No lo he comentado, pero el funcionamiento de los taxis es un tanto peculiar. No llevan distintivo, tú levantas la mano y ya parará alguien. Una vez se detiene un vehículo, negocias el trayecto y si te convence, pues adelante. No sé cómo nos las ingeniamos para meternos los cuatro más grandes en el diminuto vehículo; casi no podíamos cerrar las puertas y eso que estaba en buen estado, porque en Lima nos tocó uno con descuento, rescatado de un desguace en 1988. Volveré a él más adelante.

Al día siguiente, la primera cita era en Saqsaywaman, un imponente complejo de terrazas y muros en zigzag construido con piedras que, como un puzle, encajan unas con otras sin mediar cemento o argamasa. Piedras inmensas cortadas con precisión de cirujano, algo común a todas las construcciones incaicas de esa época. Se barajan diversas teorías sobre cómo lo hicieron, pero ninguna es concluyente. Los muros de piedra se integran en el paisaje, forman parte de él con una perfección asombrosa. Parte del hechizo de los conjuntos arqueológicos de la zona es la forma en que el entorno natural condiciona la obra del hombre.

En Saqsaywaman mi memoria despertó de golpe. Esas piedras majestuosas, el inmenso zigzag gris plomo sobre verde, me sacaron una sonrisa de añoranza. Las conocía, me saludaban, y me traían recuerdos nítidos de mi madre, más joven que yo ahora, aventurera, disfrutona, rebelde, atípica.

Se me erizó la piel, aunque no tanto como cuando entré en la catedral de Cuzco, aunque eso sería al día siguiente. De lejos impone la perfección del muro en sierra. De cerca, cada piedra tallada es una obra de arte y precisión en sí misma.

 

Alguna hasta con once lados y multitud de aristas para encajar con las piedras vecinas. Muros que han soportado terremotos e inclemencias meteorológicas sin apenas deterioro ante la perfección de la técnica constructiva. Me despedí de estos muros con una sensación extraña, de reencuentro, de alegría y pena a la vez. Feliz de estar y con la conciencia clara de que no volvería a verlos. Ya era un privilegio hacerlo por segunda vez, no creo que haya una tercera.

Todavía nos quedaba Tambomachay, Puca Pucara y Kenko. La zona tiene una gran concentración de yacimientos en muy pocos kilómetros. De camino visitamos una granja de llamas, alpacas y vicuñas, donde tienen una preciosa maqueta de Machu Picchu. En la maqueta localicé varios sitios dónde quería hacerme una foto muy concreta, la misma que me hice con quince años. ¿Lo lograría?

Dimos de comer a los animalitos, bastante civilizados frente a la fama de escupir que tienen, presenciamos alguna escena de copulación campestre que deja claro que la visita de turistas no estresa a estos camélidos, vimos cómo se tejen las telas típicas y aprendimos a reconocer la auténtica alpaca de lo que se vende en los mercaditos como tal. La parada tuvo su encanto, aunque podría haber sido más breve. Queríamos llegar a Tambomachay, recinto arqueológico a solo 8km. de Cusco. Las distancias son cortas, pero el acceso por carretera es lento, una media hora para recorrer diez kilómetros. Tambomachay era el balneario del Inca y lugar de culto al agua, uno de los pilares de la cosmovisión andina.

Muy cerquita, Kenko y Puca Pucara (también lo he visto escrito como Pucapucara o PukaPukara). De nuevo el verde, la tierra, la piedra y el agua, en armonía. En Puca Pucara la construcción es algo diferente, menos imponente, con piedras calizas de menor tamaño. El paisaje daba para no dejar un rincón sin inmortalizar. En blanco y negro o en color. Y así lo hice.

De vuelta en Cusco, visitamos el Convento/ Museo de Santo Domingo, anexo a la Iglesia de Santo Domingo. Se trata de una de las muestras más claras de la mezcla de estilos en las construcciones. Sobre la base del templo inca de Coricancha o Templo del Sol, cuyos muros y habitáculos permanecen, se levanta el convento con su claustro. Gran parte del edificio colonial se destruyó durante el terremoto de 1650 y la reconstrucción duró treinta años. Volvió a verse afectado por el terremoto de 1950, que causó estragos, por lo que gran parte de lo que vimos no es original. Sí aguantaron los muros de la base del templo inca, más preparados para los temblores de la zona.

 

 

Entramos al convento por el atrio de la Iglesia. Te abre paso una majestuosa puerta mudéjar, la única que hay en Cusco, y conforme avanzas la vista se va las pinturas murales que decoran el techo. Avanzas un poco más y llegas al claustro. Y al templo. Porque lo tienes todo delante: miras a un lado y te encuentras con la belleza de los dos pisos de arcos de medio punto, los azulejos sevillanos que decoran los muretes, y con la galería porticada que lo rodea decorada con pinturas de la escuela cusqueña; miras al otro, y tus ojos tropiezan con la robustez de los muros incas, los habitáculos y hornacinas de curiosas resonancias acústicas, y te imaginas como el último rayo de sol rebotaba en una sala cuajada de oro tras atravesar la ventana abierta con ese propósito. Todo integrado. En el centro del patio una pileta ceremonial prehispánica tallada en un solo bloque de piedra. Aunque fueron muchas las veces que escuchamos afirmaciones del tipo que los conquistadores lo destrozaron todo, como si hubieran hecho tabla rasa, lo cierto es que la impronta inca está por todas partes. Igual que sus descendientes.

 

Dejamos el convento por la parte de atrás y por un estrecho pasaje llegamos, por fin, a la Plaza de Armas que se abrió a nuestros ojos con fuerza, como un puñetazo. Edificios recios de piedra ocre, arcos porticados coronados por balcones floridos, como en muchas plazas mayores de España. La plaza gira alrededor de jardines cuidados y una fuente central. Dejamos atrás la Iglesia de la Compañía de Jesús que cierra uno de los lados y fuimos directos a la catedral.

En cuanto crucé el pórtico, sucedió. Como en Saqsaywaman.

Allí, sentada en un banco de madera, sentí a mi madre junto a mí con tanta fuerza que lloré. Me apretó el brazo, la vi sonreír. Imagino que me vi sobrepasada por tantos días de vivencias, de belleza, de impactos. Sentí la conciencia brutal de que soy quien soy en gran medida gracias a mi madre, a aquellos viajes y todo lo que conllevaban. Con mejillas húmedas, deambulé por los mismos pasillos que crucé de su mano cuando tenía 15 años. Olía a flores, incienso y cera devota. Unas mujeres preparaban una ofrenda floral para el Cristo Moreno, también llamado Señor de los Temblores por las plegarias durante el terremoto de mayo de 1647. Las esquivé para terminar de ver la capilla adyacente, cuajada de oro y espejos, y recuperar la serenidad con discreción. Me costó salir de allí y dejar atrás sensaciones tan potentes y gratas.

 

De vuelta en la Plaza de Armas, los ojos se nos iban hacia todos los rincones. Cada esquina vale el viaje y el grupo se estiraba como los ciclistas en la Vuelta, mientras Álvaro Planchuelo imprimía velocidad al pelotón para llegar al Mercado de San Pedro antes de que cerraran.

Aún pudimos hacer una parada en la Iglesia de las Mercedes; algún homenaje dejamos, alguna plegaria se rezó, todo sin frenar el paso. Lo que no me esperaba es que frente al mercado me recibiera la Feria del Libro. Sé que hablo mucho de los mercados, pero son fascinantes. No hay que perdérselos. El de San Pedro es grande y despejado, muy distinto del de Puno. Es una mezcla de mercado tradicional y para turistas. Lo mismo se venden productos de alimentación que decorativos o para hacer ungüentos y sortilegios. No faltan sitios para comer productos típicos. Yo me llevé una bolsita de toronja deshidratada y otros artesanía típica. Se hizo corta la visita.

Acabamos el día por el barrio de San Blas, de puro estilo español. Los valientes, andando. Los cobardicas como yo, en taxi; cuando vi la empinada cuesta hacia el barrio decidí que no daba más de mí. Esa noche recuperamos fuerzas en un estupendo restaurante de Cusco. Perú tiene, entre sus muchos alicientes la gastronomía. El MAP Café está integrado en el claustro del Museo de Arte Precolombino. Se cena de menú con el precio cerrado—elijes un primero, un segundo y postre de la lista que presentan—, y la calidad es excepcional. Como quería probar más de un plato, me puse de acuerdo con mi compañera de mesa y comentamos que queríamos compartirlos. Fueron muy amables y nos lo trajeron todo dividido, con una presentación perfecta. Las raciones de cada plato, excepto del postre, son media ración tal y como nos la trajeron a cada una. La guinda del día para acabar un día que era la antesala de lo más esperado: el Valle Sagrado. Pero eso, será en la siguiente entrada.

 

 

2 Comentarios
  • Magdalena Ferrer Pons
    Escrito a las 06:53h, 12 abril Responder

    Estupendo!!
    Me servirá de guía para mi cuaderno. 👏👏❤️❤️❤️

    • Marta Querol
      Escrito a las 15:22h, 12 abril Responder

      Muchas gracias, Magdalena, tus cuadernos son una joya. Seguro que queda fenomenal.

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