Última etapa: Paracas, Nazca y Lima

Lima, de pasada hacia Paracas, y las Islas Ballestas

A las 16:43 arrancaba el tren para deshacer el camino hasta Cuzco, donde pernoctamos para salir al día siguiente en avión hacia Lima y de ahí a Paracas, cuna de la civilización precolombina del mismo nombre, conocida por su actividad textil, las momias y las trepanaciones craneales. También da nombre al pueblecito pesquero y turístico al que nos dirigíamos.

En Lima el paisaje cambió de nuevo. Del verde de la Ceja de Selva a extensiones casi desérticas. Apenas vimos nada de la ciudad porque emprendimos el camino a Paracas sin hacer parada, como de costumbre, pero al bordear la costa sí vimos el proyecto bautizado como Costa Verde que pretende la recuperación del malecón que rodea la ciudad: 23 kilómetros de dunas y acantilados que se han ido cubriendo con un manto de vegetación. Queda mucho para completarlo, y parece que ha sufrido varias interrupciones por falta de apoyo político o financiero, pero cuando esté terminado será impresionante. A un lado el mar y al otro el cinturón verde del malecón.

Avanzamos por la autovía paralela a la costa, rodeados de ocres y arena, junto a un océano de color marrón rojizo y aguas revueltas.

Llegamos a nuestro destino con ganas de sol y relax, y la piscina del hotel, con el puerto recreativo enfrente, fue el punto de reunión para algunos de nosotros. Necesitábamos ese ratito de descanso, al menos yo, y nos lo amenizaron con un pisco de bienvenida. Teníamos la tarde libre —¡milagro!—, hasta la hora de la cena y aprovechamos el clima benigno y las instalaciones para reponer fuerzas en la piscina y disfrutar de una tranquila puesta de sol.

Paracas es un pueblecito pequeño, de tan solo unas pocas calles y un paseo diminuto cuajado de tiendas y chiringuitos. Aunque el hotel estaba en las afueras, no hizo falta pedir un taxi. Las distancias son cortas y la noche invitaba a caminar. En quince minutos llegamos al paseo y tras echar un vistazo a varios sitios, encontramos un local para cenar pescado fresco hecho a la brasa. El lugar estaba lleno, pero no hubo problema: en el descampado contiguo, sobre la arena, nos habilitaron una mesa que crecía como la levadura conforme llegaba más gente. Sin apenas luz, con el olor y el humo de las cercanas brasas, que se arremolinaba según giraba el viento,  y con un voluntarioso camarero corriendo de un lado a otro para conseguir el vino o los cubiertos, degustamos una de las mejores cenas del viaje.

Paracas, además de destino turístico por sus playas, tiene el aliciente de poder visitar desde allí las Islas Ballestas, también conocidas como las Galápagos de Perú, y es hacia donde salimos a primera hora de la mañana. Se trata de un pequeño archipiélago marino situado en la Reserva Natural de Paracas, famoso por la biodiversidad y por lo agreste de la naturaleza. Se compone de formaciones rocosas y dunas esculpidas por la naturaleza sin apenas vegetación. Arcos naturales, puentes, cuevas, columnas devoradas por el viento y el salitre, un paisaje hermoso. Durante la pequeña travesía hacia las islas, pasamos por el famoso geoglifo del Candelabro o Tridente, grabado sobre una inmensa duna que acrecienta ese halo mágico que tiene la zona. Conforme te acercas a las Ballestas la fauna aumenta, la oyes, la ves, la sientes. Observas en su hábitat a pingüinos de Humboldt, lobos marinos, pelícanos, cormoranes, gaviotas, piqueros…

De hecho, pudimos contemplar en directo cómo funciona la cadena alimenticia. Un lobo marino cazó un pelícano desprevenido que se debatió con fuerza hasta que el mamífero saltó al agua y se mantuvo sumergido mientras su presa fenecía. La profusión de aves es tal que en las inmediaciones han montado plantas de recogida y tratamiento de guano con destino agrícola que, por fortuna, no se percibía desde nuestra posición. Regresamos al muelle y del barco…

Líneas de Palta y Nazca. ¡A volar!

… a la avioneta.

Las marcas de Nazca son otro de los misterios de este rico país. En mi viaje anterior no llegamos a verlas y no por falta de ganas, nos faltaron días. Confieso que en casa, en los 80, éramos muy fans del profesor Jiménez del Oso y su programa Más allá y La puerta del misterio. Tras ver el que dedicó a las marcas de Nazca quedamos fascinadas y nos prometimos ir a verlas algún día. En este caso solo yo he podido cumplir este sueño y, a estas alturas de mi vida, con menos teorías extrañas en la cabeza y mucha más racionalidad, pero con la misma capacidad de asombro.

De entrada, el vuelo en avioneta ya tenía su aliciente. No era mi primera vez, hace muchos años hice mi bautismo del aire de la mano de Boro, un buen amigo y gran piloto, así que subí tranquila, aunque sabía que si el que lleva los mandos se lo propone tiras hasta la primera papilla. El grupo se dividió en dos aeroplanos. Nos explicaron muy bien cómo sería el recorrido: tardaríamos un rato en llegar a la zona de Nazca, de camino veríamos otras marcas y podríamos verlo todo independientemente de donde estuviéramos sentados, por lo que nos rogaron que no nos moviéramos de nuestros asientos. Sería el avión el que giraría para dejarnos a la vista las marcas y líneas. Y despegamos.

Lo primero que impresiona es la aridez del paisaje, salpicada aquí y allá por oasis urbanos y áreas de cultivo rodeadas de desierto. La tierra es de color grisáceo, como si hubieran vertido toneladas de hormigón sobre colinas y llanuras. Y, de pronto, se estría y agrieta con trazos precisos, como hechos con tiralíneas. Todavía no es Nazca, son las marcas de Palpa, algo anteriores, pertenecientes a la cultura Paracas y Topará. Estas civilizaciones se desarrollaron durante los primeros siglos de la era cristiana y entró en decadencia a partir del siglo VII d.C. Estos geoglifos se estima que se trazaron entre el 500 a.C. y el 200 d.C. y, a diferencia de las líneas de Nazca, que se despliegan en zonas planas y se aprecian sobre todo desde el aire, los de Paracas fueron trazados en las laderas de las montañas y son visibles desde las aldeas situadas al pie de las montañas. En la foto de arriba se ven tres conjuntos de imágenes muy próximos unos de otros en la ladera.

Con la nariz pegada a la ventanilla escuchamos el anuncio de las primeras líneas de la civilización Nazca visibles en nuestra ruta. Al principio miras sin ver. La monocromía despista. Pero de pronto descubres una línea que no ha sido hecha por la erosión, que es un trazo claro e intencionado surgido de la mano del hombre, y aparece la figura. Impresiona la claridad con que se ven una vez la detectas, y la dimensión. Es evidente que desde tierra no pueden apreciarse las figuras completas, están diseñadas para una vista aérea, y si tienes en cuenta que se crearon entre el 500 a.C. y 500 d.C. te maravillas de la precisión con que fueron realizadas. Algunas de esas líneas, como autopistas fantasma, se pierden en el horizonte durante cientos de kilómetros. Como dijo la Unesco, «Son el grupo de geoglifos más destacado del mundo y son incomparables en extensión, magnitud, cantidad, tamaño y diversidad con cualquier otro trabajo similar en el mundo». La ballena, la familia, el colibrí, el lagarto, peces, arañas. el mono, las manos, la flor… Infinidad de dibujos aparecían frente a nuestros ojos mientras la avioneta giraba de una dirección a otra para que no nos perdiéramos nada. Como en un juego, intentábamos que no se nos escapara ninguna. Sorprende la autopista que cruza alguna de ellas, como la ballena, dividida por una franja fruto de la urbanización de la zona.

   

De vez en cuando un pequeño vacío en el estómago te recordaba que no estabas en tierra firme, pero nada grave, al menos en nuestro vuelo. No fue así en el otro, que tocaron tierra con el color demudado. He puesto solo una  pequeña muestra de las más de cien fotos que pude hacer desde las alturas, recortando la figura principal para que se aprecie mejor. ¿Son o no son increíbles?

De vuelta en Lima

Volvimos a la capital, unos más enteros que otros, pero todos impresionados. Quedaba poco del viaje, la última etapa, Lima. Allí hicimos noche y temprano, para variar, iniciamos la visita de la ciudad. Había tanto para ver… Nos dirigimos hacia la Plaza Mayor, centro administrativo de la ciudad. Amplia y luminosa, está flanqueada por construcciones de la época del virreinato. Cuesta decidir cual llama más la atención. Por un lado,  construcciones civiles pintadas en un amarillo albero precioso con balconadas de madera, como la casa del Oidor, el Club de la Unión o el Palacio Municipal. Y por otro, en piedra, el Palacio de Gobierno —también conocido como la casa de Pizarro—, la Catedral de Lima, la Iglesia del Sagrario o el Palacio Arzobispal. No pudimos atravesar la plaza y acercarnos a la fuente central, la más antigua de la ciudad, porque estaba restringido el acceso, pero sí bordearla y entrar en la catedral. También valió la pena deambular por los alrededores, escuchar a los músicos callejeros, entrar en establecimientos antiquísimos con mucho sabor, incluso cruzarnos con algún oficio casi desaparecido en nuestra tierra, como el de limpiabotas.

 

De allí seguimos hacia el Convento de Santo Domingo, un complejo religioso y cultural fundado por frailes dominicos en 1535. El convento reúne muestras de arte religioso, un maravilloso claustro de estilo andaluz, la iglesia, catacumbas… En realidad, hay dos claustros, cada uno con su estilo propio. En el principal destacan los azulejos andaluces con figuras geométricas, vegetales y mitológicas que forran las columnas y las paredes hasta cierta altura. Donde acaba la cerámica, empiezan las pinturas con escenas de la vida de Santo Domingo de Guzmán, y remata el corredor del claustro el artesonado. El segundo claustro, pintado del amarillo albero que se repite en muchos edificios de la ciudad, consta de un primer piso de arcos conopiales y el segundo con arcos trilobulados. Un conjunto sencillo, pero igualmente bello que transmite frescor y paz y el recuerdo de su pasado español.

La iglesia, más austera que otras que habíamos visitado salvo por el retablo forrado de pan de oro que preside el altar. Me llamó la atención el suelo de damero blanco y negro, reluciente como solo lo consiguen en los edificios religiosos, y el color verde que adorna arcos y columnas. Hay una capilla dedicada a Santa Rosa de Lima, patrona de Hispanoamérica, parte de cuyos restos están enterrados en una cripta bajo la sala capitular, y otra dedicada a San Martín de Porres, también conocido como Fray escoba, donde puede visitarse su tumba.

La cripta dónde se encuentran los restos de Santa Rosa invita al recogimiento y en el centro hay una urna dónde pueden hacerse peticiones. Eso hice, pedir por los míos, por la gente que quiero; nunca se sabe la fuerza de estos buenos deseos ni las energías que circulan por sitios como este. De momento, de dos exámenes que había en perspectiva y por los que pedí, los dos salieron bien, aunque alguna otra situación se torció sin esperarlo. De momento, 2 a 1 a favor de la santa.

Nos quedó por ver la sala del coro, que tiene fama, y el campanario, pero había que seguir camino.

La siguiente parada fue el Museo Convento y Catacumbas de San Francisco, construido entre 1546 y 1672. Era la sede principal de la Provincia Franciscana de los XII Apóstoles del Perú, que regía el Virreinato. Además de las piezas que reúne el museo y que muestran cómo era la vida en los siglos pasados, se pueden visitar las Catacumbas del convento. Nos recibió un macabro coche funerario, anticipo de lo que custodiaba. Recorres la cripta por pasillos estrechos que comunican salas en penumbra plagadas de restos óseos. Todos los huesos ordenaditos, de exposición, como inmensos mandalas macabros.

Me habría quedado durante horas en la biblioteca, con cerca de 25000 volúmenes. Suelos, muebles y estantes de madera, olor a papel y barniz en un ambiente cálido bañado por una luz ámbar, y el sonido del crujir de la madera bajo nuestros pasos cuidadosos.  El nirvana.

Se había hecho la hora de comer y paramos a reponer fuerzas. Nos quedaba por ver el Museo de Oro del Perú y Armas del Mundo. Resulta increíble que sea, como es el caso, una colección privada. Más de ocho mil piezas reunidas por el empresario y diplomático Miguel Múgica Gallo, que muestran cómo eran las costumbres y creencias de las culturas precolombinas peruanas. Es muy de agradecer que reuniera todo ese acervo cultural y lo exponga para que pueda ser conocido y estudiado. Textiles y utensilios de la época, joyas, momias, quipus y fardos funerarios muy bien conservados. No pude evitar recordar, como en tantos otros sitios durante este viaje, a mi amiga Elisa, arqueóloga y comisaria de varias exposiciones. Lo que habría disfrutado. Hice fotos de todo para enviárselas. También se expone una colección de armas del mundo que apenas llegamos a ver porque no dio tiempo, pero había desde armaduras castellanas medievales hasta pertrechos de samurái. Acabamos la visita con la sensación común a todo el viaje: imposible abarcarlo todo. Detrás de nosotros cerraron las puertas del museo porque habíamos agotado el horario. Salí con la pena de saber que con esa puerta también se cerraba el viaje.

Quedaba esa noche, nuestra última cena en Perú, el final del viaje. Nos tumbamos una horita a descansar… Es broma. No hubo minutos de relax, ni apenas tiempo de cambiarse, salimos a la carrera. Lo habitual. Yo ya no sabía si es que nos estábamos entrenando para las olimpiadas o es que cerraban el restaurante. Pero no, también como siempre, había una explicación. Planchuelo, que está en todo, tenía sus motivos para volver a ejercer de liebre maratoniana. Lo seguimos al trote a través de calles y puentes hasta el mirador de Miraflores, en el borde del Pacífico, a tiempo de ver —gracias a que puso la directa—, una puesta de sol increíble. Jardines, bancos de trencadís y frases de amor hechas con mosaico. La sonrisa no se nos iba de la cara y aprovechamos para hacer las últimas fotos de recuerdo, ya tranquilos, sin prisa. El sol se sumergió en el horizonte líquido y nosotros seguimos hacia Barranco, un barrio bohemio con murales en cada esquina, arte callejero, puestecitos de artesanía y mucha paz, dónde acabamos el día con una estupenda cena.

Parecía que había acabado todo, y así era, pero siempre queda hueco para una aventura más y la vuelta en taxi fue la guinda del viaje. Ya comenté que casi cualquier vehículo puede serlo. Era tarde y no había muchos para elegir. Partieron los compañeros en vehículos más o menos en condiciones, y quedábamos los últimos. Álvaro se acercó a hablar con el conductor del único disponible. Nos miramos entre la risa y la preocupación. «Estupendo, nos lleva por un precio muy económico».

El vehículo parecía recién salido del desguace, con abolladuras por todas partes. Nos equivocamos, lo rescataron de su destino fatal en 1988. No tenía salpicadero ni luces ni manivelas para subir o bajar la ventanilla (inexistente). Seguro, era, porque correr no corría. Hubo dudas de si llegaríamos o tendrían que venir a rescatarnos. El conductor, un encanto, nos contó la vida y milagros de aquella máquina sobre ruedas con la que se ganaba la vida. Tuvieron que abrirme la puerta porque tampoco había manivela para hacerlo desde dentro. Bajé del coche doblada de la risa. Una anécdota divertida para cerrar un viaje inolvidable que demuestra que hasta de lo más cochambroso puede surgir una experiencia memorable.

Creo que he aprendido mucho de todos mis compañeros, de lo visto y oído, de nuestros guías locales y, por supuesto, de Álvaro Planchuelo. Espero poder repetir algún día con ellos en otro destino. Veía estos días las fotos del viaje que ha hecho por Pakistán y se me ponían los dientes muy largos. Me siento agradecida a la vida por haberme dado la oportunidad de repetir esta experiencia que tanto necesitaba y en  tan buena compañía. Aterricé, aunque parezca increíble, llena de energía y dispuesta a sumergirme en las Fallas y, como si siguiera de viaje, solté las maletas y salí zumbando hacia la mascletá. Será que hace tiempo que descubrí que la vida son dos días y uno ya pasó.

Ahora, a volver a mi quinta novela, que lleva demasiado tiempo en espera. Igual tardo en volver a asomar por aquí, pero espero que hayáis disfrutado de este viaje.

 

2 Comentarios
  • Elisa
    Escrito a las 16:15h, 09 mayo Responder

    ¡Qué goce, me ha encantado!

    • Marta Querol
      Escrito a las 16:49h, 09 mayo Responder

      Viniendo de toda una arqueóloga como tú, es todo un cumplido. Una brazo.

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