Recordando a Miliki

Eran días de merienda obligatoria y carreras por los pasillos. De inocencia y sueños en blanco y negro. Eran días no siempre fáciles, ni felices, pero precisamente aquel grito de guerra que tronaba desde el televisor me obligaba a gritar a pleno pulmón un «bieeeeeeeeeeen» que me devolvía la alegría, porque quien preguntaba «¡¿Cómo están ustedeeeeeeeeees?!» era un hombre de mirada limpia, risueña y bondadosa junto al que nada malo parecía posible que pasara. Los recuerdo en blanco y negro, aunque yo los sentía en colores, y fuera cual fuera mi ánimo a la hora en que me apoltronaba en el sofá, tras contestar a aquella pregunta que solo admitía una respuesta me encontraba mucho mejor.
No me gustaba el circo especialmente, salvo los trapecistas, pero aquellos payasos de la tele eran otra cosa. Los sentía cercanos, familiares, y sus canciones pegadizas las cantaba a gritos en casa, o en el coche cuando iba de veraneo y la carretera no terminaba nunca, ante la exasperación de mi madre que a la trigésimo quinta vez de escuchar  «Hola don Pepito, hola don José» no sabía si parar el coche y salir corriendo o machacar el aparato de radiocasete de un coche que no era nuestro.
Luego crecí, y los payasos siguieron. Aquellas camisetas sobredimensionadas que yo creía grises resultaron ser rojas, como sus enormes narices, y aunque ya no los miraba con los mismos ojos, mi corazón entraba en calor al escuchar sus canciones recordando que un día fui niña. Más de una vez me he sorprendido tarareando «Un barquito de cáscara de nuez» en momentos difíciles, a una edad impropia para hacerlo. Pero era la música de los que siempre eran felices, de los que ponían color a mis tardes, y se llevaban los problemas lejos por un rato.
Eran payasos sin pinturas, les veía la cara y no me daban miedo. Y de todos ellos, Miliki era mi favorito. Algo en su gesto me recordaba a mi padre y, sin conocerlo, tonterías de niña, pensaba que debía ser una de las personas más felices del mundo y me contagiaba su alegría. Tal vez lo fuera, parece que tuvo una vida plena, unos hijos de los que sentirse orgulloso, y se mantuvo activo hasta sus últimos momentos; muchos firmaríamos por cerrar así el telón de nuestras vidas. Pero a pesar de ello, a pesar de ser un final podría decirse que dulce, a muchos se nos ha llenado la niñez de luto.
Fofó nos dejó hace tiempo. Ahora Miliki ha muerto, pero a mí al menos me han dejado tanto que en mi corazón vivirán siempre.

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