La boda de la Duquesa y la mujer barbuda

Estos días medio país (o más) ha estado pendiente de la boda de una ilustre octogenaria con su «joven» prometido,  hasta el punto de que ni los continuos tweets y retweets de Pedro J. con su último libro o la nueva trama de corrupción política con Blanco de por medio, han conseguido arrebatarle al sonado enlace ese extraño honor que supone ser Trend Topic  (TT). Para los ajenos al mundo-twitter, TT equivale a lo más comentado, el tema del día.

Casi a la vez se conocía que 98.000 nuevas personas habían ingresado en las listas del paro en el mes de septiembre, pero de eso a nivel popular se habla lo justo porque bastante tiene cada uno con su propia tragedia o la de los seres cercanos como  para hablar del tema. Es mejor evadirse con la boda de la Duquesa de Alba, algo tan singular y esperpéntico como la famosa mujer barbuda del circo, que pensé que no existía hasta que llevé a una sentada a mi lado en un tren. Reconozco que en  su día me costó apartar la vista de mi compañera de viaje, a pesar de avergonzarme de aquella curiosidad morbosa que me impedía desviar la mirada de su mentón, igual que ahora no he logrado evadirme del influjo de la extraña pareja.  Pero la buena mujer se comportaba con absoluta normalidad (me refiero a la barbuda) ajena a mis pensamientos, casi diría que no era consciente de que nada en ella fuera digno de atención, como si su copiosa pilosidad en la barbilla fuera tan normal  como la que recogida en un moño lucía en su cabeza.

Imagino que algo así ha pasado con la Duquesa, que a los que la vemos desde fuera, aunque ni nos va ni nos viene, nos ha sorprendido que se case, no tanto por la diferencia de edad, que también, como por el estado en que, a través de la televisión,  se le percibe: fisonomía cuando menos curiosa, dificultades para moverse y aún más para expresarse y un temperamento caprichoso, aunque pueda tener un bagaje cultural envidiable. Desde fuera la vemos como veía yo a la mujer barbuda, como alguien  excéntrico y un tanto penoso, mientras ella probablemente esté también como aquella mujer del tren, tranquila, feliz de ser como es y ajena a las reacciones que ha provocado y que van de la risa a la pena. Porque aunque muchos han expresado su  admiración por la valentía de la señora, los chistes y mofas no han dejado de acompañar a los «admirados» comentarios. El gracejo popular se ha lucido.

He tenido la sensación de que a muchos les ha consolado de sus miserias saber que a ellos, aún en su desgracia, les queda dignidad y no se han convertido en el esperpento nacional aunque malvivan y no sean Grandes de España.

Pero, a pesar de todo esto, qué quieren que les diga, si me pongo en la piel de la interesada ―para mí algo difícil por mi exagerado sentido del ridículoella es feliz, debe pensar que le quedan dos telediarios, se ha unido al hombre  que quiere y que la hará feliz (esperemos) hasta el fin de sus días y a ella nada de lo que piense nadie le importa un tanto así. A saber lo que haremos cada uno a sus años, si llegamos. Tal vez se le podría haber pedido algo de discreción,  que cuando uno es Grande de España puede ponerse el mundo por montera hasta cierto límite, pero entonces ya no sería Cayetana de Alba.

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