Increíble pero cierto

He tardado casi dos semanas en aterrizar de la vorágine que se inició con la salida de «Las guerras de Elena» y que alcanzó su punto álgido con las presentaciones. Todo ha pasado muy rápido, demasiado, pero por fortuna han quedado reportajes grabados para poder saborearlo con calma y tomar conciencia de lo sucedido.

Pero empezaré por el principio. No hace mucho, poco después de mi presentación, leía en el blog de mi compañera María José Moreno Lugar de encuentrolos nervios pasados pensando si llenaría o no el local en su presentación de Bajo los Tilos. Ese es un miedo que compartimos todos los escritores. ¿De verdad la gente querrá venir a escuchar lo que se cuente de mi novela? Con ese miedo empiezas a organizarlo todo, y la primera decisión es elegir el sitio: lo bastante grande para que la gente pueda sentarse y estar cómoda, pero pasarse no se vaya a quedar vacío y al final parezca que han ido cuatro. Yo tenía como referente mi primera presentación de El final del ave Fénix en el hotel Astoria. Fue una barbaridad de gente, pero entonces había mucho morbo: ¿que Marta escribe? ¿Y ha quedado finalista del Planeta? ¿Pero esta no era fallera?

Presentación oficial de la primera edición de El final del ave Fénix

Salón Tapices – Hotel Astoria Palace


Vamos, que había muchos alicientes extraliterarios para acudir a aquel estreno. Pero con el tiempo, el resto de presentaciones que se fueron sucediendo en mi ciudad discurrieron por cauces más normales, por no mencionar las que hice en otros lugares, como Murcia, Málaga, Marbella o Madrid (qué gracia, todas con M, no me había dado cuenta), que fueron mucho más discretas. Con esos antecentes, afronté con prudencia el nuevo reto. Buscaría un sitio no tan grande como en la primera, y no tan pequeño como en las siguientes. Llegué a un acuerdo con el Ateneo Mercantil de Valencia para el salón Sorolla, de una capacidad sobre 120 personas, y a partir de ahí, llevada en volandas por mi amiga y gestora cultural María Vicenta Porcar comenzamos los preparativos. Ella, como siempre, organizó un acto multidisciplinar con música, actuaciones y, sobre todo, con mucho cariño.

La gente iba confirmando, y estaba bastante tranquila con la afluencia; sí, parecía que íbamos a llenar. Pero la víspera y durante ese mismo día de nervios muchos me llamaron o enviaron mensajes para disculparse por no poder asistir a pesar de haber confirmado. Un catarro, el niño malo, un viaje inesperado, una reunión de trabajo… Cuando llevaba más de treinta anulaciones dejé de anotar las bajas con un nudo en el estómago. Las dudas, ay, las dudas. Me alegré por haber elegido un salón de esa capacidad, y recé para que no quedara desangelado. Treinta personas y sus acompañantes sumaban muchas sillas vacías.

Llegamos pronto para prepararlo todo. Cris Blasco y Daniel Picazo tenían que montar sus equipos acústicos y el piano; yo, el ordenador para proyectar una pequeña presentación; los actores, para ensayar sus papeles por última vez. Y María Vicenta para controlarlo todo y que nada fallara.

Los más amigos llegaron pronto, como Celia Corrons a la que agradezco las preciosas flores que me trajo, las ramas de eucalipto con que decoramos la mesa, y el inmenso cariño que siempre me ofrece ―y que quedó plasmado en un precioso montaje que aquí mismo podéis ver―. Se acercaba la hora y ver que la sala se llenaba a buen ritmo me fue serenando el estómago. Tampoco tenía tiempo de preocuparme, no paraba de saludar a gente, y mis primeros temores quedaron sepultados entre besos y abrazos mientras Daniel Picazo desgranaba con su piano las notas del vals de Amelie.

Pronto la preocupación pasó a ser la contraria. Mientras me entrevistaban para LiterNauta controlaba de reojo el barullo que se iba formando.

Entrevista antes de la presentación realizada por LiterNauta


A las 19:40 no cabía un alfiler en el Salón Sorolla y la gente se agolpaba al final de la sala mientras nuevas personas se iban sumando. Maria Vicenta me miraba con preocupación. Era imposible acomodar a todo el mundo, se triplicaba el aforo y podía haber problemas. Fue el propio personal del Ateneo el que vino a decírmelo:

―Es imposible, estamos desbordados y así no podemos celebrar el acto.

¡Horror!, ¿qué hacer? No podía suspenderse. Le dije que si ya no cabía más gente que lo dijeran, pero entonces me propuso el tralado al salón de actos. Allí cabría todo el mundo sentado, me dijo:

¿Estás seguro que no es un problema?
―El problema es seguir aquí.

Y a las 19:55 comunicamos que, debido a la afluencia, nos teníamos que cambiar al salón de actos en la tercera y cuarta planta. Sin un mal gesto, todos comenzaron a abandonar la sala, algunos incluso ayudando a José Luis Nuñez, de Bibliocafé, a bajar las cajas de libros. Nosotros, entre risas nerviosas e incredulidad, desconectamos el piano, altavoces, micros, ordenador, todo. Con el corazón acelerado y el palpitar en las sienes arramblé con el portátil y seguí a la marea humana en dirección al salón de actos. Era un espectáculo ver a la gente bajar por las impresionantes escaleras de mármol, divertidos y contentos con la solución. Sabían que era para que todos pudieran estar cómodos, y el traslado se hizo a buen ritmo.

Daniel Picazo no tuvo que montar su teclado: disponía de un precioso piano de cola. Yo prescindí de la proyección para no dar más trabajo, y el resto de artilugios se conectó en un santiamén. Celia Corróns plasmó de forma magistral en este resumen gráfico de 6 minutos lo que se vivió.



Las palabras cálidas de María Vicenta nos metieron a todos en un ambiente cómplice y nos transportaron con la ayuda de la voz de Cris Blasco a los años 60 y  70. Música, interpretación y la sabia intervención de Rafa Marí hicieron las delicias de los asistentes. Voro, Carmen Rochina y Luisa Gavasa se los metieron en el bolsillo. Es impresionante escuchar tu texto en boca de actores experimentados, nos sentíamos transportados a un cine de otra época. Yo escuchaba, incrédula de que todo aquel «mogollón» fuera por mí. Miraba las caras atentas en el patio de butacas y el anfiteatro, caras amigas, compañeros de colegio, de universidad, de mi vida profesional, de las fallas, de mi infancia, amigos de siempre y también, claro, muchos desconocidos. Algunos se atrevieron a saludarme durante la firma, eran amigos de Facebook a los que en ese momento puse cara, voz y afecto. Y mis hijas, mirándome un poco incómodas y sorprendidas, tan asombradas como yo de que aquello fuera por mí; total, para ellas, una madre nada más.

Qué difícil es hablar cuando la emoción y el agradecimiento atenazan la garganta pero, por fortuna, tengo tablas ―eso me dicen― y además bajo presión siempre he rendido más. Era fácil, sólo tenía que hablar con el corazón y contar las cosas como habían sido y como las sentía.

La presentación acabó con un precioso regalo de María Vicenta y Cris Blasco: la canción «Soñar contigo» de Zenet que saben que me encanta, con un pequeño coloquio y con una interminable cola para firmar «Las guerras de Elena». Mi último agradecimiento fue para las dos personas que más deseaba tener allí y que todo el día tuve presente: mis padres. Confío que desde dónde estén, sonrían al ver todo esto.

Gracias a todos los que lo hicisteis posible y por si alguien ha llegado al final del este texto y quiere asistir de forma virtual a la presentación, este es el vídeo completo:



En breve colgaré el vídeo de la presentación en L’Iber, otra maravillosa experiencia, y la galería de fotos de ambas presentaciones, pero por hoy, no doy más de mí.

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