¡Eugenia!

Yo no celebro Halloween. Tampoco celebro todos los Santos.

Simplemente me reúno ese día, entre otros a lo largo del año, con los seres cuya ausencia me resulta tan potente que todavía necesito acercarme a ellos, hacer algo real, físico, más allá de tenerlos en mi pensamiento, como si todavía estuvieran aquí y pudiera invitarles a un café, tener una charla, sorprenderles con un regalo. Me empuja la necesidad de sentir que no se han ido del todo. Los cementerios no me impresionan, no me resulta una visita desagradable; me transmiten más serenidad que tristeza y, en días como este, bullen de una forma especial, con familias de aquí para allá, niños corriendo, encuentros emotivos y flores por todos lados. También es día de luto, de ojos vidriosos, pañuelos y dolor.

Pero la tristeza es sana y necesaria, como Pixar mostró tan deliciosamente en Del Revés, y canalizarla en un día así no es malo, aunque es algo muy personal y cada uno lleva la pérdida a su manera.

Yo sigo mi rutina: limpio, coloco las flores encargadas la víspera, medito, añoro, reflexiono, converso y, cuando poco más puedo hacer, observo alrededor. Me gusta fijarme en lo que hace la gente ―no solo allí, en cualquier circunstancia, tengo alma de mirona, no me importa vagar por el cementerio y siempre descubro historias que me emocionan.

Desde que comencé esta rutina, hace casi diez años, me asombra el despliegue de flores y afectos de las familias gitanas. Como comenté hace ya tiempo en un artículo de prensa «Entre calabazas y buñuelos de viento» (Noviembre 2008, Las Provincias, van a pasar el día entero, y los alardes florales con que obsequian a sus difuntos son espectaculares, los más llamativos y desbocados con diferencia. En la visita de este año me llamó la atención la discusión entre tres jóvenes ¿hermanos? ¿amigos? ¿primos? modernísimos ellos que, subidos a sendas escaleras y otro supervisando desde abajo, colocaban unos mantos de claveles dignos del camerino de una diva a los lados y en la parte superior de una lápida. Ni con cartabón y escuadra lo habrían puesto mejor, pero no estaban satisfechos y allí seguían sin decidirse a darle el visto bueno y abandonar su andamio.

Más adelante tres señoras se lamentaban por la ausencia de la imagen de la Virgen de los Desamparados y de las cruces en el camposanto. No entendían qué mal hacían para tener que quitarlas. «Ha sido el alcalde», aclaraba una. «Pues yo no me imaginaba esto» rezongaba otra. No eran las únicas, era la conversación del día, un camposanto menos santo y más laico, aunque hay una zona específicamente civil y nunca fue motivo de discordia. Las dejé discutiendo sobre política y religión mientras colocaban unas rosas rojas en una tumba clásica tan deteriorada que daba miedo.

Panteones, tumbas, nichos… Hay momentos en que parece un viaje al pasado. Sé que hay una visita guiada al cementerio de Valencia, espero hacerla algún día, pero no sé si en esa visita habrá una parada en el nicho que más me ha impactado.

«¡Eugenia!»

Eso, solo eso, reza la lápida en el cementerio, junto a la fecha de defunción 13 de junio de 1937, y el rostro labrado de una mujer joven.



Se me ha encogido el corazón. He escuchado el grito agónico de un hombre que contempló el sellado de aquella sepultura aferrado todavía a Eugenia. Esa última llamada no era de una madre o una hermana. Era la desesperación al sufrir la muerte de la mujer amada, al cerrarle los ojos, al ver cómo la fría lápida tapa lo que de ella queda. Un Héctor a quien su Andrómaca le pudo robar el papel que la historia le tenía prescrito. La fecha, 17 de junio de 1937, en plena guerra civil. ¿Sería una bomba, un disparo, el hambre, la enfermedad? Una mujer joven, bella por lo que se aprecia en la imagen tallada en esa lápida clara, murió. La piedra es porosa, color crema, como si se agarrara a la tierra, a la vida, o como si nada negro o triste pudiera sellar la existencia de Eugenia. Me he quedado con ganas de saber quién fue y a quién dejó gritando su nombre. Y quién, casi ochenta años después, todavía le lleva flores.

Feliz día de los que ya no están pero seguimos recordando.

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