Crónica de viaje I: de Bolivia a Perú

Viajar siempre fue una de mis pasiones. Desde niña me habitué a cambiar de costumbres, horarios, alimentación, formas de vida. Fueron muchos los países que visité antes de cumplir los 25, incluso antes de la mayoría de edad. Mi madre, mujer adelantada a su tiempo, pensaba que viajar abría la mente y enriquecía el conocimiento, y de su mano di la vuelta al mundo. Igual por eso en mis novelas siempre sale algún escenario lejano.

Marta Querol a los 10 años en Estambul, Turquía Marta Querol, Río de Janeiro Marta Querol, Corcovado, Río de Janeiro

Marta Querol en Taiwan

Luego vino la etapa laboral, las estrecheces propias de iniciar una nueva vida, los hijos, las responsabilidades, y durante muchos años aparqué mis ganas de volar, a excepción de algún pequeño viaje o de visitas a la familia, que, para mi tristeza, habita mucho más lejos de lo que me gustaría.

Gervasio Sánchez y Marta Wuerol en Mostar

Mostar, Bosnia y Herzegobina

Pero el ciclo de la vida siguió su curso y llegó el momento de volver a viajar. Hay quien gusta de gastarse sus ahorros, si los tiene, en un coche nuevo, relojes caros, bolsos de marca, cosas para la casa… Yo aguanto feliz y contenta con un coche de 2006 , y comprar ropa no es una de mis aficiones; me da mucha más satisfacción recorrer el mundo, viajar.

Abrí el nuevo melón viajero a trompicones, porque, con el viaje a los Balcanes decidido, llegó la pandemia y se anuló todo. Era una asignatura pendiente para arrancar un proyecto literario que me ronda desde hace años y poder visitar aquellos lugares de la mano de Gervasio Sánchez era algo inimaginable para mí, un sueño. Lo conté aquí (Balcanes en la memoria), con gran esfuerzo porque no eran buenos tiempos por distintas razones. Fue una experiencia enriquecedora, intensa, positiva en todos los aspectos y, de regalo, me dejó amigos impagables. El proyecto está ahí, en mi cabeza, y espero abordarlo más pronto que tarde.

En 2023, el viaje del año fue a la India. No hice resumen porque no me encontraba con fuerzas, aunque en el balance final del año tuvo una mención amplia. Mientras describía en la entrada del blog una de las experiencias vividas allí, en Amristar, me di cuenta de que, definitivamente, padezco el síndrome de Stendhal. En la India me atacó en muchas ocasiones, y en el viaje del que volví no hace tanto me pasó lo mismo.

En esta ocasión se juntaba con otros sentimientos, con recuerdos profundos que afloraron en cuanto pisé los escenarios compartidos con mi madre cuando tenía 15 años. En Bolivia y Perú, de dónde regresé para sumergirme en las Fallas sin un minuto de descanso, estuve con ella en esos viajes por el mundo siendo solo una adolescente. Los recuerdos eran vagos, difusos como las fotos borrosas que mi madre, miope irredenta, me hacía en esas escapadas, y luchaban por salir, por recibir nueva luz. Solo necesitaba un empujón para animarme a cruzar el charco, y mi troupe viajera me lo dio. Que si el programa es completísimo, que si no sabes cuánto aporta Álvaro Planchuelo, que si no irías sola… Cualquiera decía que no, cuando además solo buscaba excusas para decir que sí. Hubo ausencias notables, pero al viaje no se le pudo pedir más. Despegamos…

De Santa Cruz a La Paz

Salimos de Madrid pasadas las once de la noche con doce horas de vuelo por delante hasta Sant Cruz. Por fortuna, suelo dormir en los aviones, aunque sea incómodo y descanses de aquella manera. Como digo, el viaje comenzaba por Bolivia, todo un reto iniciar la andadura a 4090m. de altura sobre el nivel del mar, aunque te aproximes por el aeropuerto internacional de Santa Cruz de la Sierra ya que en el Alto solo pueden aterrizar aviones hasta un cierto fuselaje. Nada más pasar la aduana en Santa Cruz, comprobé el ritmo que íbamos a llevar. Nos habían retrasado el vuelo a La Paz, teníamos unas horas de espera, y ¿cómo desperdiciarlas tirados en un aeropuerto tras 20 horas de viaje (desde que salí de Valencia)? ¡Ni hablar! Planchuelo habló con varios conductores y en pocos minutos estábamos de camino a la Plaza Metropolitana 24 de Septiembre de Santa Cruz sin prestar atención al calor tropical ni al cansancio. Durante el trayecto hablamos con el taxista para empezar a tomar contacto el país. Gente amable y abierta, con un toque de timidez. Vimos la Catedral Basílica Menor de San Lorenzo y averiguamos que la vida fluye a un ritmo distinto, mejor no pedir de comer cuando tienes prisa. Regresamos al aeropuerto con muchas miradas al reloj, y embarcamos rumbo a La Paz a tiempo, aunque justos.

En El Alto, a 4090m. sobre el nivel del mar, el soroche te recibe sin piedad, aunque a cada uno le ataca de una forma. Alguna insuficiencia respiratoria, algún mareo, pesadez en las piernas y, sobre todo, una fatiga que nos acompañaría durante esos primeros días a casi todos, para recordarnos que éramos seres diminutos fuera de nuestro mundo. Recomiendan pasar el primer día de reposo, sin grandes esfuerzos.

Seguimos las indicaciones al pie de la letra: tras recorrer en autobús los 16km que separan el aeropuerto de El Alto de la ciudad de La Paz, dejamos las maletas en el hotel y salimos disparados a la primera visita. Mejor no pensar en camas o duchas…

Me sorprendió que, salvo por la impresionante infraestructura de las líneas de teleférico que comunican El Alto con la Paz, la ciudad no había cambiado de lo que mi memoria guardaba; seguía pareciendo a medias, por terminar. Tantas viviendas sin revoque, con los forjados acabados en pilares con los hierros al aire. como a la espera del aterrizaje de un nuevo piso que no llega… El paseo en las líneas de teleférico es una maravilla que no hay que perderse para ver hasta el último rincón de la ciudad. La Paz en sí misma es una atracción turística. Da igual que sea a vista de pájaro desde el teleférico o cualquiera de los miradores, como el Kili Kili —según dicen, es una ciudad para verla desde arriba—, o a ras de suelo; de paseo por sus rincones y callejuelas, por el centro o las afueras. En medio del caos de casitas de ladrillo caravista desparramadas por las laderas, como si rodaran hacia la olla central, surgen rascacielos de estilos variopintos, desordenados, inconexos.

Vista de La Paz desde el mirador de Killi Killi

Por las calles, cholas yendo y viniendo apresuradas, siempre cargadas, con sus polleras coloridas, sus sombreros pintorescos, las trenzas acabadas en borlas de pasamanería, en una mezcla de prendas que, por separado, me evocaban mi país y, todas juntas, me devolvían al Altiplano. Rara era la que aceptaba ser fotografiada, temerosas de que les robara el alma con ese pequeño gesto; alguna hubo que aceptó y a otras las pillé al vuelo mientras cruzaban entre el caos de movilidades, carros y motocicletas. A los hombres los veía en corros, alguno en el campo, pero más contemplativos. A un ritmo distinto del de las cholas, como en mundos paralelos. Ellas vestidas a la antigua usanza, ellos no. Ellas aceleradas, ellos no. Ellas cargadas, ellos no. O esa impresión tuve.

 

 

En la Plaza Murillo, flanqueada por los edificios del Legislativo y la Asamblea Plurinacional de Bolivia, te recibe un reloj que marca las horas para atrás. ¿Y eso?, preguntamos: representa el cambio, la lucha del Sur contra el Norte. Y ahí está, frente al kilómetro cero, el reloj retrogrado como símbolo propio. Era la sensación que tenía desde que aterricé, después de tantos años, que el tiempo no avanzaba.

 

Me gusta fijarme en los detalles, más allá de las calles, las personas, los monumentos y el paisaje y, entre esos detalles, los carteles dicen mucho. Estos son algunos de los que me pidieron una foto. También los murales, pinturas callejeras que nos encontramos al girar cualquier esquina, tanto en Bolivia como en Perú.

Muy cerquita, tras unas cuantas curvas, llegamos al Valle de La luna, una formación geológica de piedra arenisca blanca con formas caprichosas, fantasmagóricas, y escasa vegetación, que contrasta tanto con la ciudad que bulle a escasos kilómetros como con las montañas verdes y rojas que la circundan. Y, a cada paso, la fatiguita, el peso en las piernas, la falta de sueño, y a pesar de ello las ganas de no perderte nada porque te faltan sentidos para abarcarlo todo: el sonido del aire entre las rocas, el olor acre a tierra seca, las texturas rugosas, los colores limpios en esa atmósfera única, donde el paisaje se ve como si en vez de tres dimensiones hubiera una cuarta que lo exagera todo: hay más luz, las aristas se ven más afiladas, los volúmenes más nítidos.

Al día siguiente partimos hacia la Bolivia ancestral. La Paz se extiende durante kilómetros y kilómetros. Cruzas calles especializadas: la de las notarías, los mecánicos, las ópticas… Un local pegado al otro con grandes letreros pintados dios sabe cuándo.

Y mercados por todas partes. El comercio manda y ha generado grandes fortunas que han generado un movimiento arquitectónico, si es que puede llamarse así, autóctono: los cholets (en lenguaje de la calle), palabra que mezcla chalet y cholos. Son las casas de los nuevos ricos. Lo mismo flanquean calles polvorientas, sin asfaltar, que avenidas ajardinadas. No sé la cantidad de fotos que hice, esto solo es una mínima muestra. Estaba fascinada, como perdida en un vídeo juego, por esta exhibición de poderío kitsch.

Aceptan que gran parte de ese comercio, de esa riqueza, es ilegal, hablan con naturalidad de la coca y el narcotráfico como algo inevitable. Pasas por pueblos donde te informan de que es mejor no pararse, aunque a simple vista parecen estar en la ruina, sin muestras de esa riqueza.

Tiwanaku o Tiahuanaco

Hasta aquí habíamos tomado contacto con la ciudad y lo que en ella queda de la época del virreinato, que es mucho. Quedaba viajar al pasado. La nueva parada fue en el museo y ruinas de Tiahuanaco (3000 a.C.), considerada una de las civilizaciones más antiguas del continente. Hicimos escala en Laja, sitio original de la ciudad de La Paz cuando fue fundada en 1548.

Quien más, quien menos, ha oído hablar de los Incas y, si no eres un estudioso del tema, lo ves como la civilización oriunda cuando llegaron los españoles, un todo homogéneo previo a la Conquista. Pero hubo muchas civilizaciones más. Tiwanaku, como ellos lo llaman, fue una civilización asentada a orillas del lago Titicaca en el siglo XVI antes de Cristo que se expandió entre las fronteras de Perú, Bolivia y Chile. Se dedicaban a la agricultura —dominaron la irrigación—, el comercio y la cerámica e impusieron su cultura y costumbres por medio del prestigio, no de las armas. Un primato cultural a partir del prestigio religioso. Algunos ritos y el culto al dios Wiracocha serían adoptadas posteriormente por los incas. Los únicos edificios que permanecen en pie en las ruinas de la capital son los ceremoniales; de nuevo, en alto. No mucho, una cuestecita que de normal no costaría nada, pero allí lo suficiente para tomarse la subida con calma. Te espera la Puerta del Sol, el Templo de Kalasasaya, la pirámide de Akapana, el complejo de Puma Punku… Puedes perderte la parte alta y bordear el montículo para llegar a la parte posterior, pero vale la pena verlo y el camino se acorta. La civilización Tiwanacu desapareció o se diseminó en el siglo X después de Cristo, pero su legado se mantuvo.

Regresamos a La Paz, nuestra base de operaciones esos breves días, y paseamos por el mercado de las brujas, lugar pintoresco frecuentado tanto por turistas como por lugareños en busca de amuletos y hierbas.

El lago Titicaca y sus alrededores

Desde Tiwanaku queda claro que el lago Titicaca es mucho más que la masa de agua más alta del planeta. Fue y es un símbolo, una forma de vida, una cuna cultural y religiosa. Nos aproximamos al estrecho de Tiquina, en la orilla del lago, para tomar un barco y cruzar a la Isla del Sol, un paraje paradisiaco donde viven de la pesca y el turismo. Pero antes paramos en la basílica de la Virgen de Copacabana, construida en estilo renacentista en 1550, con varias reconstrucciones que le dieron el aspecto morisco actual. Conserva la Capilla Abierta o Capilla de Indios, adosada a la nave del templo, aunque no se ve muy bien porque han tapiado algunos arcos. Las Capillas Abiertas servían para oficiar el culto al aire libre porque los edificios cerrados se quedaban pequeños ante la gran cantidad de fieles que llegaban a estos lugares y, de paso, se adecuaba el culto a la forma en que los indígenas estaban acostumbrados a celebrar las ceremonias religiosas.

     

Como nos descubrió el arquitecto Álvaro Planchuelo, las construcciones allí muestran, por un lado, un estilo más puro, alejado de la influencia de las corrientes europeas y, por otro, el sincretismo de la época, la mezcla de ritos, la conciliación entre símbolos propios y ajenos. Es frecuente ver iglesias llenas de espejos, imágenes de santos o vírgenes que pueden resultarnos chocantes, o frisos de piedra dónde junto a los santos aparece Wiracocha o seres mitológicos incas.

Dicen que el lago tiene un magnetismo especial, que se percibe su fuerza. Tal vez sea cierto o no habríamos podido hacer todo lo que hicimos. En la Isla del Sol tuve mi peor día, atacada por una migraña como hacía tiempo que no tenía, y bajé un poco el ritmo. En casa, con ese dolor no me habría tenido de pie. Seguíamos a una altura considerable, con los síntomas del soroche, dispuestos a subir, bajar, caminar sin parar, en autobús, teleférico, ahora en barco… Solo me faltaba tener que grabar allí un audio para un podcast, pero lo debía. Conseguí a duras penas grabar la lectura de un fragmento de El final del ave Fénix para enviárselo a Ronald Bracho como le había prometido antes de salir de viaje para completar la entrevista que me había hecho para su podcast Café y Converso. No sabía cuándo volvería a tener wifi y no podía retrasarme más. El lago me ayudó, aunque no lo suficiente como para subir con mis compañeros al palacio de Pilkokaina Inca (40 minutos de subida), el lugar de descanso en el que paraba el Inca antes de emprender el camino en dirección a Chincana y a la mesa ceremonial de los Tihuanaco. Se trata de un palacio con puertas en tres niveles, formado por habitaciones íntegramente construidas de piedra sin tallar y puerta trapezoidal con el propósito de soportar el enorme peso del techo y del segundo piso. También visitaron la Isla de la Luna, a 20 minutos en barco, para subir, al Templo de las Vírgenes o de las Elegidas. Me lo perdí. Pero da una idea de la riqueza arqueológica y natural que se concentra en este paraje del que, además, era oriundo nuestro guía local.

   

Entrada en Perú

Ese día cruzamos la frontera entre Bolivia y Perú por Copacabana, un puesto bastante pintoresco, y los cambios, a pesar de las similitudes entre ambos países, fueron evidentes solo con hacer ese trámite aduanero. Cambiamos los bolivianos que nos quedaban por soles peruanos y volvimos al autobús, rumbo a Cuzco. (En la próxima entrada)

 

(Todas las fotos son de mi archivo personal) (C)

2 Comentarios
  • Vicenta Barco
    Escrito a las 13:06h, 06 abril Responder

    Marta, me has hecho revivir esos momentos tan mágicos que hemos compartido.
    Gracias por formar parte de este viaje y ser del grupo de viajeras dispuestas a seguir compartiendo vivencias maravillosas recorriendo el mundo.
    Pero sobre todo gracias por ser tú y todo el apoyo que me das en los viajes.
    Un abrazo, mi quería sirena

    • Marta Querol
      Escrito a las 15:16h, 06 abril Responder

      Muchísimas gracias, Vicenta. Es una suerte tenerte en mi vida y espero compartir muchos viajes más. Eres vitamina pura. Un beso.

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