02 May Crónica del desierto
El título de esta entrada tiene su explicación. He estado alejada del blog, en realidad de la escritura ―aunque menos de lo que me parecía― por motivos personales.
Pero, tras meses de no poder escribir como se debe, por fin he conseguido sentarme a ordenar ideas.
Decía que al final he escrito más de lo que parecía. De hecho, en estos meses he terminado una novela rara, muy, muy rara, que ya está en manos de mi agencia aunque no sabe muy bien qué hacer con ella. Las editoriales tienden a esperar de una que siga una línea, un género ―aunque mis novelas no son etiquetables―, que no se salga del camino emprendido con más o menos acierto o repercusión. Solo los autores consagrados pueden permitirse el lujo de escribir lo que les sale del forro de los tachines y yo todavía no estoy en ese punto. Pero quienes me conocen saben que escribo por placer, por vocación, y que, además, me gustan los retos, los cambios, enfrentarme a cosas nuevas. De ahí esta historia en un mundo fantástico que no se rige por nuestras normas, con tintes sobrenaturales, algo de thriller y mucho de reflexión.
También he afianzado mi colaboración en Zenda, revista literaria editada por Arturo Pérez Reverte y en la que participan numerosos escritores de habla hispana, aunque también ha costado mantener el envío de artículos para mi espacio, Tinta Invisible. Pero ahí están.
Pero procede emprender nuevos proyectos, a ello me he aplicado en estos momentos de tranquilidad que por fin he disfrutado, y de la reflexión han salido cuatro posibles historias. Se hace duro embarcarse en un nuevo proyecto, siempre incierto, y más con el peso del pirateo y la inseguridad editorial a cuestas, pero pronto empezaré con uno de ellos mientras recabo información para otros tres. La historia nace de un relato que escribí y está publicado, pero con la parte de la historia que allí no se cuenta. Tal vez algunos lo hayan leído. Apareció en la antología de Generación Bibliocafé Una maleta llena de relatos. Llevo días viendo imágenes en mi mente sobre este proyecto y la escribo en sueños, buena señal.
Me siento en paz, tranquila aunque a la espera de acontecimientos, y eso ayuda a hilvanar historias. Es muy difícil emborronar hojas cuando la tempestad arrecia en cubierta y de momento hay calma en la mar y el cielo está despejado.
Con el gusanillo literario en vena, acudí hace pocos días a la Feria cumpliendo una de las tradiciones de abril a la que no escapo desde hace casi nueve años. Los escritores que nunca han ido sueñan con ello, y los que hemos pasado por allí en repetidas ocasiones tenemos sentimientos contrapuestos. No hace mucho escribí para Zenda un artículo que desmenuzaba los intríngulis de la Feria con un toque de humor ―Bienvenidos a la Feria del Libro: la hoguera de las vanidades―, pero también con más realismo del que parece. Y me dejé alguna anécdota que me ha acontecido este año y que entra en la casuística. Solo acudí dos días, dos sábados, a la caseta de dos librerías distintas. La anécdota fue que en ambas ocasiones la organización «perdió» el papelito con mi nombre con el que anuncian por megafonía las firmas de los autores ese día y el lugar.
Por suerte, entre el altavoz de las redes sociales y los visitantes que se animaron a conocer mis obras, saldé la visita en positivo pero con la extraña sensación de que aquello no era normal.
Pero la verdadera sorpresa de esta crónica no fue esa. Me la llevé al llegar el segundo día, en la caseta de El Corte Inglés: mis dos últimas novelas estaban perfectamente colocadas y expuestas, pero no así la primera. Cuando pregunté, me comentaron que El final del ave Fénix está agotado en la editorial y así aparece en el ordenador cuando intentan pedirlo. No tenía ni idea. La semana anterior había estado firmando en la caseta de Bibliocafé y ellos sí tenían ―de hecho, a los que lo pidieron en la caseta del Corte Inglés los enviamos a Bibliocafé y lo compraron allí―, pero al parecer son los que le quedan al distribuidor de Valencia. De nuevo, la sensación es agridulce: alegra saber ―sobre todo después de leer un reciente artículo sobre cifras de venta― que la edición está a punto de agotarse pero da pena constatar que El final del ave Fénix, después de tres ediciones en papel y dos en digital y con más de diez mil ejemplares vendidos entre todas ellas y una cifra dolorosa, incontrolable y triste de pirateados que de no existir podrían haber cambiado la historia, ha llegado a su fin.
Ha volado alto: se estrenó en sociedad en 2007 en la gala de los premios Planeta como telonera de los ganadores; salió a la luz en una edición de lujo de la que se hicieron cuatro mil ejemplares ―dos mil de extranjis― y se vendieron al menos la mitad, aunque a mí no me llegó nada; repitió proeza dos años después con traje ―portada― nueva en otra editorial, pero por esos misterios del mundo editorial que no terminas de entender no llegó a distribuirse la edición completa, y por fin izó el vuelo en la edición digital llegando a ser número uno durante varios meses en Amazon. No acabó ahí su historia, no, todavía firmó con Ediciones B para vestirse de bolsillo y ponerse a tiro de un público diferente. Esa ha sido su última función, hasta el momento, porque sé que volverá a volar aunque sea en digital. Todavía hay proyectos en el aire que incluyen esta novela que ha traspasado incluso los muros de una prisión de alta seguridad, pero esa será otra historia, si llega.
Todo esto me pilla con un año más, recién cumplido este fin de semana, un año más que lo he celebrado con la gente que quiero y me quiere, con alegría, con paz, con muchas calorías que tendré que quemar a golpe de ejercicio y comida sana y con esperanza en el futuro. En el recuerdo, los que ya no están aquí pero siempre me acompañan.
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