15 Oct Ahora que no me oye nadie…
Hoy que se entrega el Premio Planeta, fecha que marcó esta novela, es un buen momento para contar su historia, cómo nació y cómo de su mano emprendí un camino que para mí no tiene marcha atrás; cosas que nunca he contado por escrito, por pudor, por vergüenza ajena, por qué sé yo.
Los que han venido a alguna presentación o conferencia mía saben que empecé a escribir tarde. Siempre había sido una gran lectora, pero durante años la vida no me dejó apenas respirar ni plantearme qué me gustaría hacer. Tuvo que suceder una desgracia familiar para que me encontrara, no solo con el tiempo, sino con la necesidad de sentarme ante un teclado y sacar lo que me atormentaba. Comencé el 11 de septiembre de 2006, fecha que me traía tristes recuerdos, no sólo por el aniversario del horror de las Torres Gemelas. Fue un desahogo brutal, sincero, sin frenos, sin pensar en ningún momento que aquellas letras fueran leídas por nadie más que por mi familia cercana. Pero, una vez terminé mi desahogo, escribir se había convertido en una necesidad. Como me dijo hace poco una forera, Arena, en las Jornadas Literarias de Abretelibro, fue un flechazo, un enamoramiento apasionado y adictivo. Había escrito «algo», no sabía muy bien qué, pero tenía claro que debía seguir escribiendo.
Mis «protagonistas», ellas eran la clave. Las edades que se intuían en lo que acabó convirtiéndose en el Prólogo marcarían la época, y puesto que no tenía mucho tiempo libre ―escribía al volver del trabajo, de 10 de la noche hasta que el sueño me vencía de madrugada―, lo más sencillo era ambientarla en Valencia. Me retrotraería al nacimiento de la protagonista y me zambulliría en aquella época difícil de la que había mucho escrito pero no tanto sobre la vida de la gente normal, ajena a la política, contada desde el punto de vista humano y social, sin bandos, ni buenos ni malos; tenía la oportunidad de meterme en su piel. Durante tiempo me documenté leyendo historias personales de gente que vivió la guerra civil, la posguerra y los años fuertes del franquismo. Conseguí una colección de vídeos del NODO, y sobre todo hablé con muchísima gente mayor, personas que vivieron aquellos años. Siempre fui de escuchar a mis mayores y entre lo que ya conocía, lo estudiado y lo que me contaron, empecé a escribir. Sabía lo que quería contar, tenía el principio y el inevitable final condicionado por ese principio. La historia fue saliendo sola, como si una voz me la dictara, pero se complicaba y me asusté. Las páginas crecían, para un único libro lo estaba alargando demasiado y a la familia ―ese era mi público objetivo― se le haría muy pesada su lectura. Decidí dividir la historia y acelerar el final dejando para el futuro la información que me surgió y no incluí, segura de que seguiría escribiendo. A finales de mayo de 2007 le puse el punto final.
Mis primeros lectores fueron muy entusiastas. Demasiado, pensé yo. Tanto que me empujaron a buscarle una salida editorial, y a falta de contactos y ante la proximidad del plazo me empujaron a enviarlo al premio Planeta. Registré la novela ―la sensación de ese día no la olvidaré jamás― y encargué las dos copias a doble espacio y una cara ―WTF?―, encuadernadas con tornillos como los proyectos fin de carrera porque aquello no había gusanillo que lo abarcase.
Tenía una puntita de esperanza: ¿y si sonaba la flauta y salía entre los finalistas? Tenía claro que a eso era a lo único que podía aspirar. Y aun eso era un imposible, como que te toque la lotería; pero si no creyéramos que hay una remota posibilidad de recompensa no jugaríamos. Y la recompensa llegó. El 10 de octubre de 2007 mi novela aparecía en la lista de las diez finalistas de ese año. Subidón. Incredulidad. Esperanza. Congoja. Miedo. Alegría. De todo. De eso hace 5 años y lo siento como si fuera hoy. Pues nos vamos a la gala, faltaría más. ¿Y qué me pongo? ¿Y quién estará? ¿Y será cierto que el finalista es Izaguirre? ¿Hablaré con Lara?
La novela no pasó de ahí, como ya sabía, pero después de algo así parecía lógico intentar publicar. El propio Lara me había comentado las bondades de mi novela y me facilitó el informe de lectura, primero que leía en mi vida. No tenía que ser muy difícil (risas de fondo). Evidentemente, no tenía ni idea de cómo funciona este mundillo ―aún hoy voy cazando moscas―, y la cosa fue muy distinta a lo esperado. Empecé a recibir rechazos, no al manuscrito que no lo enviaba, sino a la posibilidad de enviarlo para su lectura, desde los más educados a los más groseros ―un editor bastante conocido se pasó tres pueblos―. Con las agentes tuve más suerte, la leyeron y aunque no me aceptaron la novela dos de ellas me hicieron llegar el informe de lectura, muy favorable, donde se marcaban también sus puntos débiles, y una tercera me llamó por teléfono y en una conversación de más de una hora me dejó claro que debía seguir escribiendo. Según ella la novela era redonda pero poco vendible por falta de intriga, tocar un tema tabú como el cáncer de forma directa y la dificultad de etiquetarla en un género. Con toda aquella información me puse manos a la obra para corregir y mejorar la novela.
Tras unos meses desesperantes surgió la posibilidad de publicar en una editorial local. Para entonces ya tenía claro que la cosa estaba muy oscura, y viniendo el editor de la mano de un conocido de confianza, acepté. Había trabajado para solventar los peros que me habían comentado aunque el prólogo no lo toqué por más que me dijeron, y estaba contenta con el resultado. Además, me dije, en la editorial terminarán de corregirla.
El contrato era estupendo, aunque modesto en las cantidades: dos mil ejemplares para la primera edición y un pequeño adelanto, testimonial; y las clausulas muy razonables, llenas de compromisos y buenas palabras. Es fácil prometer cuando no se piensa cumplir. Ya desde los primeros pasos (revisión, maquetación, portada) me di cuenta de que aquello no funcionaba. No hubo revisión ninguna; una semana antes de entrar en máquinas me enteré de que no lo iba a maquetar nadie, y lo maqueté yo; y cuando me enviaron la portada me eché a llorar, era… indescriptible. Gracias a Emilio del Peso improvisamos una en menos de 24 horas, sencilla, sin pretensiones, pero digna. Y con esa portada, mi maquetación y lo poco que pude revisar con la ayuda generosa de Marcelo Choren, buen escritor y entonces amigo, se editó. Los nervios que pasé en esa semana fueron de antología, y las horas de sueño mínimas; menos mal que bajo estrés funciono mejor.
Y salió mi primer libro. Y el mismo día en que tuve en mis manos el primer ejemplar, el 28 de noviembre de 2008, me quedé sin trabajo. Parecía una señal.
La presentación fue brutal. No lo digo yo, lo dijo todo el mundo. Más de trescientas personas abarrotaban el salón Tapices del Hotel Astoria para escuchar y conocer mi primera aventura literaria. Flérida y Joaquín Isach organizaron un evento que fue mucho más de lo que podía esperar, tal vez lo único bueno que recuerdo de la editorial Centurione, ya felizmente desaparecida; a ellos dos y a su trabajo.
En Valencia se vendía como rosquillas, codeándose con la flor y nata literaria del momento, pero, por más que preguntaba, el libro no parecía llegar a ningún otro sitio. Yo había empezado a moverme por foros y a acudir a alguna feria ―por mi cuenta, faltaría más―, y el libro gustaba. Me llegaban mensajes, la gente quería comprarlo pero no había forma de encontrarlo. Las reseñas favorables se sucedían (aquí podrás leerlas todas), las entrevistas, los comentarios… Pero la novela estaba missing. Fueron meses desesperantes, contestando correos y mensajes en los que me preguntaban por el libro, y me resigné a que la edición de 2000 ejemplares agotada no tendría sucesora, ni yo contraprestación alguna por los libros vendidos. El editor dejó colgado a todos: impresor, diseñador, secretaria, gerente y como no, a la autora. No volví a saber de él. Dejé de moverme y promocionar lo que ya no existía, y una sensación de frustración inmensa se apoderó de mí. Pero seguí escribiendo.
En ese camino me había cruzado con una mujer ―y escritora― excepcional, Antonia J. Corrales, y ella, enamorada de la novela, se empeñó en que me leyeran en Aladena con los que acababa de firmar, y menuda es ella cuando se le mete algo entre ceja y ceja. La leyeron, firmé, y en octubre de 2010 este pájaro indestructible alzaba el vuelo una vez más con una modesta edición de 1500 ejemplares.
Las cosas fueron un poco mejor. Se revisó con cariño, la portada se trabajó mucho, la maquetación fue correcta, pero de nuevo los ejemplares no llegaban a ningún sitio. Puede parecer un trabajo fácil el de editor, pero no lo es, y algunos piensan que su función termina cuando el libro sale de imprenta y en realidad es cuando empieza lo duro. La distribución llegó un poquito más lejos que la anterior, al menos salió de Valencia capital, pero de nuevo los comentarios a través de FB o mi web me avisaron de que el libro no llegaba a los lectores.
Pasado un año de ver como se repetía la historia, tuve claro que la edición en papel se había acabado para esta novela; pero si la gente quería leerla, la leería. Como Teodoro Golfín en «Marianela», me repetía «adelante, adelante, siempre adelante». En septiembre de 2011 la subí a amazon.com ―como he explicado en este blog que también estrené por aquellas fechas―, y como los que me siguen ya saben pronto entré en el Top100. Ahí permanecí casi 200 días, y entre febrero y marzo me anclé tres semanas en el número uno. Y ocurrió el milagro.
Ediciones B me contactó con la intención de firmar esta novela para sacarla en versión digital y antes de final de año en papel, en edición de bolsillo. Y, tras leer la segunda parte, «Las guerras de Elena» también entró en el pack. Por fin pude saber cómo trabaja una editorial «de verdad». Desde el primer momento la comunicación con la editora y su equipo fue excelente. Las dudas se resolvían con sinceridad, sentido común y ausencia de triunfalismos inútiles.
El trabajo se organizó y pronto tuve fechas para la revisión, una experiencia inolvidable, fructífera y de la que aprendí mucho de la mano de un corrector cercano con el que me entendí a las mil maravillas. Los textos, las fotos, todo iba saliendo según lo previsto, siempre informada y al tanto de todo.
Y hace una semana me llegó la portada. Al verla sentí la misma emoción que el día en que tuve mi primer ejemplar impreso en las manos.
El 14 de noviembre, si todo va bien y la distribución funciona según los pasos marcados, «El final del ave Fénix» estará de nuevo en las librerías, espero que esta vez de toda España, y los lectores, que en definitiva son los que han conseguido traerme hasta aquí, decidan su futuro. Su pasado y su presente es el que he contado.
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