Lectores impacientes.

La prisa hace tiempo que se apoderó de nuestra civilización. Los coches se hicieron más rápidos, aparecieron los fast food, el ritmo cinematográfico se aceleró, si hacemos cola nos ponemos nerviosos y no esperamos ni a que estrenen las películas para verlas.

Y la literatura no iba a quedarse al margen de tanta velocidad.

Las prisas, el ritmo frenético y también los nuevos hábitos de ocio más intelectualmente pasivos condicionan lo que llega a publicarse hoy en día, y no me refiero solo a que a la propia novela se le exija un ritmo trepidante, con continuos giros y sorpresas propias de un video juego o una serie de tv ya solo se admite el sosiego en los clásicos, sino que desde las primeras páginas las cosas deben quedar claras, hay que dar un puñetazo nada más empezar, porque los lectores son impacientes y no le van a dar más que unas pocas páginas de oportunidad.

Con la primera novela no me pasó porque el prólogo tenía una fuerza que cumplía con creces esa misión que entonces yo ignoraba, pero recuerdo cuando envié el manuscrito de mi segunda novela a algunas agencias literarias y me lo devolvían rechazado, según comentaban, por falta de acción. El comentario repetido era que estaba muy bien escrito, que se leía con facilidad, que era ágil y entretenido, pero que no pasaba nada trascendente o relevante. Me intrigaba que me dijeran eso cuando en «Las guerras de Elena» precisamente había toda una trama de intriga que entraría casi en el género de aventuras y suspense, y en la primera parte de la novela la tensión va in crescendo hasta poderse cortar con un cuchillo. Con alguno de ellos tenía cierta confianza y le pregunté sin rodeos si se había leído toda la novela; me confesó que solo las quince primeras páginas y que, en el mundo editorial actual, o en esas primeras páginas había «algo gordo», entiéndase algún muerto o situación de tensión extrema que anticipara futuras emociones fuertes, o la novela no era aceptada. No fue solo él, fueron más, incluso la agente con la que al final firmé me recomendó incluir un capítulo inicial que anticipara algo de lo que más tarde sucedería en el transcurso de las páginas, y así lo hice. No alteraba sustancialmente el libro y sí que abría la puerta hacia esos sobresaltos que son la nueva razón para seguir leyendo.

Y no solo los agentes y editoriales, sino los propios lectores, que son los que le marcan el paso a los dos primeros ¿o es al revés?, se han vuelto impacientes, como se autodefinía un amigo que de vez en cuando se deja caer por este blog. Hice memoria, y recordé la mayoría de los libros que había leído de edición reciente y así era: todos empezaban con una escena de gran dramatismo, ya fuera físico o psicológico. Seguro que si alguien hace el mismo ejercicio obtiene idéntico resultado.

Últimamente he tenido varios ejemplos prácticos de esto que comento, y precisamente entre autores que aplicaban el mismo criterio «impaciente» para juzgar como bueno o malo el libro de algún compañero cuando ellos eran los lectores. Hace dos o tres semanas, en un blog de un autor (repito, autor, además de lector) al que no tengo el gusto de conocer, se hacía una valoración de los libros que se publicaban en Amazon a partir de las páginas de muestra, y no solo del estilo o corrección narrativa, que tal vez sí pueda valorarse en pocas páginas, sino de la trama. ¿La trama? ¿En 15 o 20 páginas? Si algo tiene el género novelístico es que las tramas pueden empezar pareciendo una cosa, y solo a mitad del libro, a veces incluso en el propio desenlace, es cuando el lector se lleva un puñetazo inesperado en el ojo, tal vez tras varios golpes de menor intensidad, y encaja piezas que parecían sueltas. Es parte de la gracia de la lectura, aunque hasta ese momento debe haberte atrapado con las pistas que va dejando, debe llevarte de la mano con gracia hasta ese momento especial en que todo tiene sentido. Un caso claro de esto que comento lo reflejaba Marlene Monleón en su blog (Una excusa pública). Ella, además de editora, es escritora y una gran lectora. Había leído las primeras páginas de un libro y decidió no seguir ya que no le pareció interesante. Como todos, es mucho lo que tiene por leer y muy poco el tiempo. Se lo comentó al autor y aquel le insistió en que avanzara porque todo tenía su porqué. Y Marlene lo hizo, le dio unas páginas más y se arrepintió del juicio prematuro hasta el punto de disculparse públicamente en su blog.

La cuestión que me planteo es si los amantes de la lectura de verdad se han vuelto tan impacientes que no pueden leer un cuarto de libro sin que estén todas las cartas sobre la mesa, aunque el libro sea bueno; si los editores no pueden avanzar en una lectura si no hay un muerto al comenzar o un matrimonio salta por los aires o se amenaza con un cataclismo, aunque la novela tenga coherencia y tensión suficiente; si los escritores debemos comenzar siempre con ese golpe de efecto, con un triple mortal atrás con tirabuzón para captar la atención de unos y otros y que el texto tenga una oportunidad de ser leído en su totalidad. Leer por el gusto de leer, de avanzar en una historia que nos atrapa e intriga aunque sea de forma sutil, como un brazo por la espalda que cada vez aprieta más fuerte y no como una mano que te agarra del cuello nada más empezar, ya no se estila. Y ahí lanzo la pregunta: ¿nos hemos convertido en lectores impacientes?

En cualquier caso, para aquellos escritores que desean publicar por primera vez y sueñan con hacerlo bajo un sello editorial, que no lo olviden, probablemente se jueguen su futuro en esas quince o veinte primeras páginas.


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