Un Mad Max a pocos kilómetros de tu casa

2/11/2024

La DANA. Parece el apodo de la vecina del cuarto. Pero no, es un fenómeno meteorológico que antes llamaron «gota fría», y antes de eso tendría otro nombre, y se viene repitiendo en estas tierras desde que el tiempo es tiempo. Y esta vez ha sido el apocalipsis.

La magnitud ha desbordado cualquier previsión y entiendo lo difícil que es gestionar el caos. No pretendo ajustar cuentas con nadie, solo reflexionar sobre todo lo vivido.

Durante las primeras horas de la catástrofe, vi con estupor cómo muchos estaban más interesados en hacer política según su sesgo que en aportar ayuda o soluciones. Parecía que cualquiera de ellos hubiera sabido reaccionar con maestría ante la información y la situación. Ya lo dice el refrán: “A río revuelto, ganancia de pescadores”, y en este río revuelto, nunca mejor dicho, han aflorado buitres de todo color. Habrá que depurar responsabilidades, sí, pero no era el momento cuando se estaban contabilizando muertos. En esto los estadounidenses nos llevan años de ventaja.

Lo que tocaba, y tendremos que seguir haciendo mientras nos dejen, es arrimar el hombro, llevar ayuda como sea y paliar en lo posible los efectos de este desastre.

Como decenas de miles de valencianos, me desplacé a la zona cero para hacer lo que se pudiera, a pesar de las primeras recomendaciones de no ir. El río de solidaridad fue abrumador. Gente con palas, escobas, cestos de obra, carretillas o solo con un par de manos y el corazón angustiado, caminaban kilómetros para llegar a alguna de las localidades necesitadas. El Puente de la Solidaridad, lo han llamado.

Para ponernos en situación, el lugar más cercano a la zona cero donde podía llegarse en transporte (público o privado), está a unos 3 km del polideportivo de Sedaví, a 4,5 km del ayuntamiento de Catarroja o casi 6 km de Albal, por un camino intransitable. Conforme avanzabas, el paso se hacía más lento, frenado por un barro denso y pegajoso. La luz del sol bañaba de irrealidad tanta destrucción. No sabías la profundidad o la estabilidad de donde ponías el pie.

Yo solo puedo hablar del camino desde Valencia a Sedaví, a su polideportivo. No me vi capaz de llegar más lejos. En esos tres kilómetros de ida y otros tres de vuelta, me crucé con algún camión-grúa particular y varios tractores-excavadora, también particulares, haciendo lo que podían. Se suponía que había efectivos repartidos por la zona, pero en todo ese trayecto solo me crucé con un camión militar y fue fuera de la zona cero. El único que vimos. Y lo repito porque la devastación que contemplaba llamaba a gritos un ejército completo.

A poco que caminaras no quedaba duda de que lo que más falta hacía eran vehículos especializados: dragadoras, chuponas, tractores, bulldozers, grúas, generadores… Y no se veían. Dos días después del desastre apenas se habían abierto algunas calles. Los coches, amontonados en grotescas esculturas, cortaban el paso en muchas de ellas, incluso bloqueaban el acceso a las fincas. La marea de palas, carros y botas de agua serpenteaba hacia uno u otro lado, imparable, para seguir su camino esquivando los obstáculos. Un desorden ordenado. Sin capitán, pero con el rumbo firme. Al pasar por la puerta de los bajos tenías que ir con cuidado porque, con una cadencia constante ―rasss, rasss― salían ráfagas de fango escoltadas por rostros demacrados que te miraban entre el hastío y el agradecimiento. Gente hablando bajo, lágrimas, vidas desparramadas por las aceras en forma de madera mojada, electrodomésticos inutilizados, colchones putrefactos. Grupos de desconocidos amontonaba enseres destrozados, otros empujaban el barro no sabías muy bien hacia dónde, como Penélopes mugrientas esperando a Ulises. No se acababa nunca.

Pasamos por el aparcamiento público de la plaza del Ayuntamiento de Sedaví, estrella invitada en muchas cadenas de televisión. Era una piscina de fango, una boca siniestra y oscura a la muerte. Me estremecí al pensar lo que todavía podría haber allí abajo y, como en ese, en muchos otros que ya deberían haber sido vaciados y todavía rebosaban lodo. No nos entretuvimos, el camino se hacía largo.

Ante la falta de información sobre cómo ayudar, nos dirigimos al ayuntamiento de Sedaví a preguntar. Una amiga me había comentado que allí necesitaban manos. Nos redirigieron al polideportivo y, efectivamente, faltaban manos. Cuando llegamos, la cola tenía varios kilómetros. Pacientes, resignados, sin haber tenido una ayuda en dos días.

Los donativos de comida y ropa llegaban a oleadas y había que descargar camiones, meter las bolsas, garrafas y cajas dentro del edificio, separar el contenido y clasificarlo, y de ahí trasladarlo a otra zona, dividida en dos pisos, donde la gente del pueblo acudía para cubrir sus necesidades básicas como quien va al supermercado.

El trabajo, a pesar del caos y la falta de dirección, cundía. Se autogestionaba. «¡Leche! ¡Llegan cajas de leche! ¡Por la izquierda!». Y la cadena humana se formaba como por generación espontánea; una caja de bricks seguía a otra mientras se pasaba la voz de si era para niños, sin lactosa, de avena… «¡Agua! ¡Llega agua!». Y se duplicaba la cadena humana. La ropa, por aquí. Las bolsas de comida variada, por allá. Mientras, otros, porque sí, deshacían las bolsas y separaban el contenido; y otros formaban otra cadena humana para acercar esto a la zona de reparto. Hormigas laboriosas sin reina. La cadena humana necesitaba más eslabones, pero se hacía lo mejor que se podía. A mediodía, parte de los bocadillos que se habían recibido se repartieron entre la gente que seguía en la cola tras tres horas y media de espera. Lo cogían con hambre, muchos no te miraban. «¿Me puedo llevar otro para mi madre?»

 De allí salían con lo necesario: potitos, comida para el perro, pañales, fruta, alimentos de todo tipo… La ropa era otro cantar. Se necesitaría un grupo de unas diez personas solo para clasificar lo donado. Y otras tantas para repartirlo. Y un espacio limpio. No lo he dicho, pero muchas salas eran un cenagal, y la zona que transitábamos tuvimos que barrerla para evitar patinazos. Aprendes pronto que no valen las escobas y te familiarizas con los haraganes.

No sé cómo habrán gestionado lo de la ropa, porque ahí no me impliqué, pero es un trabajo que conozco por el Desván de Mamás en Acción, ya desaparecido, y es complicado. Mis compañeras harían un buen trabajo allí.

La boca era esparto, tal vez por el ambiente poco limpio, tal vez por no parar a beber, tal vez por la emoción contenida. Me habían pasado una mandarina, que comí como náufrago en isla desierta, a trompicones, pelándola entre caja va y caja viene en la cadena humana, con cuidado de que no cayera y de no perder una gota de jugo.

Algunos de los que alcanzaban la meta tras horas de espera se emocionaban. Nadie les había dado nada, ni lo más básico. Sin agua, sin luz, sin comida, sin higiene… Con ellos nuestro caos cobraba utilidad, propósito. No me engaño, con mucha menos eficiencia que si hubiera habido al mando alguien con experiencia en logística y organización de grupos, pero razonablemente bien.

Y, tras cuatro o cinco horas de acarrear garrafas, cajas, bolsas de productos de limpieza, subir y bajar escaleras cargados como burros, la sensación de agotamiento apareció de golpe. Era hora de dar el relevo, no había mirado el reloj y ni siquiera las tripas se habían atrevido a protestar. Y de desandar el camino. Por el barro, sobre riachuelos de Dios sabe qué, sorteando maderas y coches destrozados. Un Mad Max a pocos kilómetros de tu casa. Y de nuevo, la sensación de que allí no había llegado nadie más que una marea de locos ―a los que desde algunas instituciones no se les paraba de decir que molestaban―, y algunos pocos miembros de las FFCCSS del Estado.

 

 

 

Esa noche llegaron algunos efectivos, pocos, y al día siguiente las calles parecían otras. Seguía siendo Mad Max, pero ordenado. El ambiente se notaba más enrarecido; la mascarilla, necesaria. Muchas calles que el día anterior estaban bloqueadas por montañas de coches, ahora lo estaban por vehículos de gran tonelaje y equipos de limpieza profesionales y eficaces. Una luz de esperanza. Se necesitaba.

Fueron (fuimos) muchos los que no acudimos a la Ciudad de las Ciencias a buscar destino, porque ya veíamos que estaba desbordado. Las ganas de ayudar han superado con creces la eficacia de los políticos. No intuimos que nuestra rebelión cívica sería más productiva que lo organizado desde arriba. Pero ya juzgarán otros.

La vuelta del segundo día fue un caos. En el puente famoso esperaba una cola de cientos de personas para acceder y salir de la zona cero. La marea se dividió y una parte escalamos a las vías de unos trenes que tardarán mucho en volver a pasar, reconvertidas en nuestro camino de baldosas tristes. Cansados, que no derrotados, con las zapatillas y botas con galones de barro, regresamos por una senda que oscurecía bajo un cielo nuboso. Hoy lloverá, seguirá haciendo falta muchas manos y, mientras nos dejen, no faltarán.

Publicado en Zenda  el 3 de noviembre 2024

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