11 May Soltarse la coleta
Me comenta un lector de mi última novela a través de la reseña que ha tenido a bien publicar en su blog, que en «Las guerras de Elena» me he soltado como escritora. Para no decir lo que no es, lo que se afirma en Aquí Ágora es lo siguiente:
«…se nota la evolución y el oficio que va adquiriendo Marta. Se atreve con mayores complicaciones tanto en la trama como con el lenguaje y los personajes.»
Y es cierto. Cuando escribí «El final del ave Fénix» sin saber muy bien qué hacía, me até las bridas para no caer en el ridículo, pequé de prudente hasta la extenuación. Simplifiqué al máximo el lenguaje, huí de florituras y de metáforas, por mucho que me fluyeran frases y formas más complicadas y gratas para mi inexperto entender. Muchas de ellas me parecían gráficas, hermosas y apropiadas al texto, pero la prudencia, la falta de oficio y el horror a pergeñar un texto pretencioso y barroco ―como algunos que yo misma aborrecía al leerlos―, me capó en muchos sentidos. No solo en el lenguaje o el estilo narrativo, sino en la descripción de determinadas situaciones, como las escenas de sexo sobre las que pasé de puntillas aunque, como algunos han afirmado, la novela tiene un manto de sensualidad que se percibe.
En «Las guerras de Elena» ya tenía más clara la posible proyección de la novela y su destino «no doméstico». Y también sentía con fuerza el compromiso con los lectores. No podía escatimarles nada y me armé de valor ―sí, valor―, para arriesgar y plasmar las ideas según me surgían, para recurrir a escenarios que me eran desconocidos, para meterme en personajes difíciles de comprender para mí, y también para escribir las escenas más escabrosas conforme mi imaginación las pintaba, sin omitir detalles, aunque afilando el lápiz para no reflejar más allá de lo preciso, de lo necesario. Parece una tontería, pero para una persona tímida ―aunque lo disimule bien―, con sentido del ridículo, y hasta cierto punto pudorosa, ese avance me supuso un salto al vacío sin saber si me esperaba un suelo de hormigón armado o un manto mullido de plumas de ganso. Tampoco es que haya escrito «Los 120 días de Sodoma» del Marqués de Sade, no se vayan a pensar. Pero, para lo que había hecho hasta entonces, fue un salto cualitativo que me abrió nuevos caminos, hasta el punto de haber escrito un relato bastante explícito, y no desdeño la idea de llegar más lejos. Sigue pareciéndome harto complicado meterse en las procelosas aguas de los devaneos sexuales y acertar en el tono adecuado para cada escena sin resultar ridículo, pacato o grosero. No es lo mismo describir un momento de pasión romántico y tierno, que explayarse en un encuentro hormonal y salvaje. Cada uno requiere un ritmo, unos adjetivos, un tono y un nivel de detalle diferente. Así lo intenté en mi segunda novela ―en la primera no me sentí capaz― y parece que ha funcionado.
A veces me pregunto si escritores a los que admiro y que aquilatan una larga carrera se sintieron igual de indecisos y cautos como yo en sus inicios. Si esos a los que veo avanzar seguros echándose el mundo y los lectores a la espalda sintieron en algún momento esa sensación de vacío en el estómago, de vértigo, que me atenaza cada vez que me enfrento a una nueva obra.
Reseñas como esta me hacen pensar que emprendí el camino correcto, y en él quiero perseverar, aprendiendo cada día; me han liberado de ataduras, complejos y autocensuras, y me siento mucho más libre y capaz al escribir cualquier cosa que se me pase por la cabeza, corriendo más riesgos en la forma pero sin perder la prudencia y esa tendencia a la autocrítica que creo tan necesaria. De momento el vértigo aún me acompaña en cada «salto», tal vez lo haga siempre, pero ahora lo hago con la esperanza de que el paracaídas se abre antes de llegar al suelo.
Por ello, muchas gracias a todos aquellos que, como Carlos, me han hecho llegar sus impresiones dándome ánimos para profundizar y soltarme la coleta en lo literario. También a los que no les gustó y me comentaron de forma razonada sus impresiones, aunque han sido muy pocos. Pero conocer la visión de los lectores nos enriquece a los que escribimos soñando que nos lean y la única forma de conseguirlo es que compartan sus impresiones con nosotros.
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