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Remigio se asomó a la valla que limitaba la obra frente a su casa. Observaba cada día el trasiego que bullía en aquella profunda zanja. Tampoco tenía nada mejor qué hacer desde que se jubiló y le gustaba más que los programas de la tele.
―¡Cuidado! ―gritó con voz cascada al ver como martilleaban una tubería de PVC.
Los dos que trabajaban alzaron la cabeza, intercambiaron un comentario y lo miraron con desdén. A Remigio solo le llegaron sus risas burlonas a través del ruido ensordecedor de la obra.
Su mirada se tornó gris. Él también había estado ahí abajo, sudoroso y joven, pero trabajaba de otra forma. El martilleo reinante le traía buenos recuerdos.
El rugido de una pesada hormigonera que vertía cemento para tapar la excavación, lo devolvió al presente.
El capataz hablaba distraído con una joven de buen ver que vestía pantalón masculino y casco. La conocía de vista, era la jefe de obra.
En sus tiempos, no había mujeres en el tajo.
Los dos de la zanja seguían muertos de risa. A Remigio le llegó el final de algún chiste sobre viejos.
―¡¡Cuidado!! ―gritó de nuevo; la hormigonera seguía vomitando sobre la zanja sin detenerse, a dos pasos de ellos.
―¡¡Vete a la mierda, abuelo, y déjanos en paz!! ―le contestó el más joven desde el fondo.
En sus tiempos, los jóvenes tampoco hablaban así a los viejos.
Se encogió de hombros y observó como el camión vaciaba su carga sobre ellos.
Todo había cambiado tanto…