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Hacía un frío horrible, el sol bañaba los cristales de hielo que como una manta cubrían el paisaje. El anciano se lamentó de que aquellos rayos se extraviaran sin rozar siquiera sus mejillas, pero era la suerte que había elegido. Limpió la nieve del banco, extendió su pañuelo y se acomodó.
Abrió su libro. Aquel momento de lectura le devolvería la juventud y la vitalidad que los años le habían ido robando. Pocas cosas podía hacer ya que le proporcionaran tanta emoción sin apenas mover un músculo. Se sentía feliz inmerso en su mundo de letras.
Cada vez acusaba más el descenso de la temperatura, insoportable para cualquiera; solo el calor de aquellas páginas reconfortaba su soledad.
La calle estaba desierta. El anciano, inmóvil, seguía con su libro abierto sentado en el banco.
Un vehículo se detuvo a escasos metros.
Desde que se diera la orden de evacuación por la ola de frío glacial no habían pasado por aquella calle. Los habitantes habían sido trasladados a los refugios subterráneos. En la ciudad no quedaba nadie.
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Arrancaron para continuar su ruta. El anciano, convertido en blanca estatua, siguió leyendo.