Crónica de una presentación muy especial

Por más presentaciones que haga, siempre me tiembla el pulso. El día de autos el aire entra con más dificultad en mis pulmones y la inseguridad me persigue. Por evitarme esos nervios y el lío que conlleva organizarla, pensé en no hacer ningún acto con Breverías. Los relatos suelen tener una acogida menor que la novela, y quien me sigue ya conocía algunos de los que se incluyen, como me cansé de explicar en las redes sociales y en la propia solapa del libro ―hay a quien le ha parecido reprobable que los publicara en papel―. El caso es que si ya es difícil atraer a gente a las presentaciones, a una de relatos es casi un milagro. Además, desde que presenté Yo que tanto te quiero han cambiado muchas cosas y he reducido de forma considerable la difusión de los actos en los que participo. No siempre las invitaciones son recibidas con agrado y ahora lo pienso mucho antes de enviarlas. Una incertidumbre más a añadir a la presentación, un motivo más para dejarme de rollos.
Pero los amigos y muchos lectores que lo compraron durante el verano insistían en preguntar cuándo sería la presentación, cuándo habría una firma. Con algunos, ante la insistencia,  incluso llegué a quedar, con un café por medio, para dedicar los ejemplares comprados. Visto que no podía quedar con todos de forma individual, y que parece que si no haces presentación el libro no existe, me animé. Se fraguó todo en agosto, cuando parece que las vacaciones dejan el mundo en suspenso. Como siempre, Ámbito Cultural me abrió sus puertas y me dio fecha con tanta rapidez que no daba tiempo a incluirlo en la programación de la agenda del mes de septiembre. Otro problema para la convocatoria.

Pero una vez tomada la decisión, solo se ir hacia adelante, y puse el engranaje en marcha.
Le pedí el favor a dos buenos ―y admirados― amigos, Vicente Marco y Marina Lomar. Pensé que no les daría mucho trabajo porque los dos, por distintas razones, habían leído la antología completa. Incluso habíamos debatido sobre los relatos a incluir o no y alguna pequeña sugerencia ―ambos aparecen en los agradecimientos porque para mí han sido un pilar importante para redondear el libro―. Lo tenían fácil para salir del compromiso; al final todas las presentaciones lo son. Lo que no imaginé es que liarían la que liaron, aunque algo me dejaron caer en los wasaps que intercambiamos.

Con el lugar y la fecha claros, y los presentadores coaccionados, solo faltaba llenar la sala en día de partido del Valencia ―los sufridores son fieles y acudieron sin falta para irse con el 3-3 contra el Getafe― y con varios eventos literarios más.

Pillé el autobús, a pesar de no haber superado del todo mi aprensión a este medio de transporte tras mi accidente, y llegué pronto, con tanta fortuna, que bajé con una lectora que venía a la presentación y fuimos charlando todo el camino. Pensé que no era mala forma de encarar la tarde.
Salí de las escaleras mecánicas y busqué a Marco y Lomar. En la sala no estaban, pero ya había gente, los más previsores. Los divisé en la cafetería. Gesticulaban, movían las manos, se encaraban… Algo tramaban.


Los compinches.

 Poco a poco fue llegando gente hasta casi llenar la sala. Alegría al ver a amigos que hacía tiempo que no veía, sorpresa al ver a algunos que ya lo tenían incluso firmado, encantada de ver que mis pitufas me habían engañado vilmente y sí me acompañaban, muchas caras desconocidas, y, en definitiva, agradecida ante tanto calor. Marina me diría más tarde: «se respiraba cariño». Y así era: además de tantos como no conoces, me acompañaban compañeras de colegio, Mamás (y algún papá) en Acción, amigos de la falla ―de la vida en realidad―, de verano, de los talleres literarios de Vicente Marco, familiares míos y de Marina ―que casi son un poco míos también―, el equipo de Pegando la Hebra, algún compañero escritor, mi estilista-confesor, mis compis de aventuras… ¿Cómo no iba a haber cariño?

 

     
Amigos de Pegando la Hebra                             Mamás en Acción

Los presentadores, tras declararme culpable de un montón de cosas, me pidieron que cediera mi sitio para que pudieran perpetrar lo que habían ingeniado. Comenzaron a representar lo que parecía El Ermitaño ―uno de los relatos incluido en la antología que se desarrolla en el puente de los suicidas―, pero con la diferencia de que mi ermitaño habla con un mudo ―bueno, su interlocutor no es mudo, pero no puede hablar― y aquí Marina sí que hablaba. Se habían inventado un diálogo cruzando la historia con otro relato que decidimos eliminar y con una anécdota que compartimos Vicente y yo y afecta a un «compañero» de letras. Los espectadores se partían, yo pasaba de la emoción a la risa, y de la risa a la incredulidad. Tras ese pequeño sketch, Marina, totalmente metida en su papel, con un tono entre dulce y siniestro ―como el propio relato Esto no es Hansel y Gretel―, leyó una de las cartas que Gretel escribe y mete en tarros para que alguien las encuentre. El tarro lo encontró Marco,en la playa, transmutado en un octogenario verderol y cascarrabias, como el protagonista de Por prescripción facultativa. La interpretación fue magistral ―para quien solo conozca su faceta de novelista, no puede perderse la de dramaturgo y actor en alguno de sus microteatros― y al igual que con El ermitaño, modificó el texto para hacer algo nuevo y no destriparlo.  Desde mi posición veía como la gente reía, una señora en la primera fila lloraba, encanada, hasta el punto que temí que le diera algo. Parecía una tarde de teatro, de comedia, de buen rollo. Terminó enlazando todos los títulos del índice hasta formar con ellos una nueva historia.

  

En definitiva, entre los dos, dedicaron tiempo, inteligencia, interés, cariño… Lo tenían fácil, podrían no haber preparado nada, los dos me conocen de sobra para presentarme y conocían la antología. Pero lo hicieron. Y a mí, que para esas cosas soy muy moñas, se me saltaron las lágrimas de agradecimiento.
Las preguntas tardaron en llegar, pero cuando alguien abrió el fuego se animaron muchos. Algunos lo habían leído, otros todavía no, y el coloquio me pareció muy interesante. Los lectores siempre me sorprenden con visiones que no se me han ocurrido o cosas que creo que no van a apreciar.

La firma de libros fue larga y, de nuevo, sorprendente. Dos jóvenes me miraban visiblemente emocionadas. Cuando se acercaron, además de darme el libro para firmarlo, me extendieron la copia de una carta manuscrita con una foto. La carta la escribía su madre. Contaba que estaba feliz, en Benidorm, cuidando de una niña. La de la foto, una niña rubia y espigada, era yo con seis o siete años. El cariño hacia mi familia que su madre les transmitió las había llevado hasta allí con ese precioso regalo que me dieron con lágrimas en los ojos al recordarla, ya que había fallecido hacía poco. Ahora soy yo quien guarda esa carta como un precioso regalo. Compartimos el dolor, la emoción y el recuerdo.

Cuando todo terminó me sentí muy afortunada. Y pensé que solo por aquello ya había merecido la pena. Como siempre, gracias a todos por estar ahí.

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