12 Ago Ser escritor(a)
A veces tengo la sensación de que los que escribimos y los lectores vivimos en mundos diferentes. Y me refiero a los lectores puros, los que no escriben ni reseñan (que en cierta forma es una aproximación a la escritura), porque lectores creo que lo somos todos.
Los escritores nos podemos pasar horas debatiendo si somos buenos o malos escritores, como si fuera algo que uno pudiera dilucidar de forma objetiva de su propia obra, o incluso si somos escritores o no lo somos, mientras que los lectores por lo general pasan de esas filosofadas y no se preguntan si este o aquel autor es escritor o no lo es (dan por sentado que todos los que publican lo son) y más que debatirse en si son buenos o malos funcionan por el «me gusta/ no me gusta», que con tanto desprecio miran algunos críticos y reseñadores, pero que al final es lo que hace que un lector se rasque el bolsillo.
Pero como digo, a los escritores nos dan esas neuras, sobre todo cuando hablamos mucho con otros escritores. Yo misma, por ejemplo, y a pesar de la coletilla que reza junto a mi nombre en la cabecera de este blog ―para que los que me conocen por otras facetas no se engañen sobre lo que van a encontrar aquí―, no me considero escritora, por mucho que, si me atengo a las dos definiciones que establece la RAE, lo sea. Según la RAE escritor es:
1. Persona que escribe.
2. Autor de obras escritas o impresas.
Yo escribo y soy autora de obras escritas o impresas, pero no por ello me considero escritora, ya que para mí hacen falta dos condiciones para ello y solo cumplo una. La primera, la que entiendo que cumplo en cierta medida, es que alguien te publique. Asocio el término «escritor» a una actividad profesional, a una remuneración asociada al hecho de escribir sino suficiente para vivir de ello o de las actividades paralelas que puedan derivarse, sí al menos que permita alguna alegría. Igual que entiendo el término futbolista como aquel individuo que practica ese deporte como actividad profesional (aunque sea en regional) y no al que se marca un partidito veraniego con los amigos. En «mí» concepto de la mayoría de actividades artísticas o deportivas sobrentiendo, erróneamente según la RAE, que para considerarte «x-
Pero la segunda condición, para mí la fundamental, es que el «título» de escritor lo otorga el tiempo. Ser escritor es la meta de un camino largo y trabajoso en el que no eres tú quien se atribuye la etiqueta, sino que el cartel te lo cuelgan los lectores como consecuencia de una trayectoria. Mientras ese día llega, si es que algún día lo hace, eres un contador de historias o un proyecto de escritor. Y ahí me enmarco yo. De los compañeros de letras con los que me relaciono cada uno tiene una visión de este asunto, y las opiniones van desde el que se considera la nueva joya de la literatura universal aún por descubrir, hasta los que, como yo, les cuesta incluirse en ese gremio por puro pudor.
Yo admiro esa seguridad que veo en algunos y de la que carezco, esa confianza ciega en las propias letras y en los conocimientos sobre técnica literaria que los hacen sentirse satisfechos ya en la casilla de salida, y tan ufanos como si hubieran alcanzado la meta.
No hace mucho leía gracias a un enlace que compartió Amelia Noguera ―otra compañera de letras― de la sección cultural de El País (Los escritores y su primer libro), cómo la publicación del primer libro había cambiado la concepción que algunos autores de más o menos renombre tenían de sí mismos sobre este asunto, pero, sobre todo, la mirada de los demás hacia ti. Y ahí sí coincido. En mi caso ese cambio de concepción se produjo antes de llegar a publicar, cuando quedé finalista en el Premio Planeta. Tal vez porque el hecho en sí me hizo pensar (en mi soberana ignorancia por aquel entonces) que lo siguiente, publicar, era pan comido. El día que me vi rodeada de escritores «de verdad», esos que yo leía o había seguido por la prensa, como Espido Freire, Marta Rivera de la Cruz, Juan José Millás (que fue quien ganó ese año), Carmen Posadas, Fernando Schwartz y tantísimos otros, algo cambió en mí. Nadie me conocía, pero yo estaba allí por mi novela, y eso para mí fue mucho.
Pero, precisamente, allí me sentí pequeña, insignificante, una advenediza en un mundo en el que me estaba colando por la puerta de atrás y que me venía muy grande. Es difícil de entender, pero me sentí más escritora que nunca, y a la vez el «last monkey» ―ya sé que en cristiano es el último mono― de un mundo que además no era el mío.
Como comentaba el mexicano Juan Pablo Villalobos en el artículo de El País que comentaba unas líneas más arriba, cuando Herralde le publicó Fiesta en la madriguera la mirada de los otros cambió. La publicación del libro te legitima y eso también me pasó a mí. Cuando publiqué «El final del ave Fénix», la gente que me rodeaba empezó a mirarme de manera diferente. Pero eso no te hace escritora y los múltiples rechazos que sufrí tras quedar finalista, incluida alguna desagradable (creo además que innecesaria) humillación por parte de alguno de los editores que se mencionan en ese artículo sin ni siquiera leer la novela, me disolvió cualquier ínfula que la moqueta roja pudiera haberme motivado.
Siempre he tenido claro que escritora te hace trabajar, perfeccionarte, ser capaz de mantener una continuidad en tu producción literaria, dominar el oficio ―algo que solo se consigue con los años y mucha autocrítica― y satisfacer las expectativas de los lectores, no de todos, pero si de una buena parte de ellos. Y aún así lo mismo terminas siendo un mal escritor. Pero escritor a fin de cuentas.
Para eso aún me falta mucho, aunque mi amiga María Vicenta me diga lo contrario y seguro que me riñe por escribir esto. Lo sé, amiga, no me vendo bien, pero así lo veo yo mientras la realidad no me demuestre lo contrario. Aunque como dije al principio, estas rayadas a los lectores les preocupan poco.
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