Peligro, ¡sinceridad brutal!

Miedo me dan los talibanes de la sinceridad absoluta. Ser sincero, como antónimo de ser falso, es bueno, por supuesto. El engaño es una práctica perniciosa. Pero la sinceridad llevada a sus últimas consecuencias tampoco es una virtud, al menos desde mi punto de vista, y tiene mucho de grosería, soberbia y prepotencia. Reconozco que en mis tiempos mozos yo también iba por la vida de «supersincera». A esas edades todo es extremo, se peca de soberbia y parece que todo lo que sea desviarse de las propias convicciones o ideas ―que por supuesto son las buenas, las verdaderas― es traicionarse a uno mismo.

Pero, incluso entonces, el cariño o el respeto me impelían a aparcar mis rotundas opiniones por el bien general o el de alguien en particular. Con el paso de los años, el tiempo me enseñó que la verdad sin anestesia puede ser cruel e injusta, porque no siempre los demás pueden asimilar esa verdad, porque puede no aportar nada positivo, o incluso porque muchas veces ni siquiera es «la verdad», sino tan solo «mi verdad», y por tanto una falsedad asumida como verdad por una percepción distorsionada por los propios sentimientos.

Últimamente he visto muchos conflictos en la red, y aunque la falta de contacto visual puede interferir la comunicación, en muchas ocasiones el origen del conflicto está en esa asunción, para mí errónea, del concepto «sinceridad». Y en algunos casos de la idea curiosa de que el planeta necesita saber la opinión de alguien sobre alguien para seguir girando, y por supuesto lo hace con lo que para él es una sinceridad absoluta. El resultado, en ocasiones, deriva en la falta de respeto. Sin el freno del sentido común y el respeto al prójimo, esos excesos de autenticidad ―que suelen venir adulterados por otros sentimientos― se convierten en un camión sin frenos.

Se comienza utilizando con pericia la ironía y el sarcasmo, introduciendo aquello que se quiere decir, y se termina soltando por las teclas lo que nunca debió escribirse; y, esgrimiendo aquello del sacrosanto derecho a la libertad de expresión, algunos se creen con derecho de pernada verbal. Y ni todas las opiniones son respetables ―si ya sé que lo políticamente correcto es decir que sí lo son, ni uno tiene derecho a decir todo lo que se le pase por el forro de los tachines. Y no hablo de derecho legal, sino moral.

Los talibanes de la sinceridad la asocian a un espíritu libre, independiente, no condicionado por convencionalismos sociales y ajenos a lo políticamente correcto. Yo nunca me he considerado políticamente correcta, y en mis cuatro años como articulista de opinión en «Las Provincias» me metí en todo tipo de jardines sin morderme la lengua ―lo mismo que hago en mi blog o en Twitter, pero siempre intenté frenar mis dedos, a veces con mucho esfuerzo, para no traspasar ciertos límites.

Gracias a los denostados convencionalismos, la gente no se va tirando sonoros y pestilentes cuescos en sus encuentros (y desde luego al que se le escapa, lo disimula) por mucho que se lo pida el cuerpo, aunque en todo hay excepciones. Tampoco despreciamos la comida que nos sirven en casa ajena aunque no nos guste, ni en general hacemos comentarios que puedan doler a los que nos rodean de forma gratuita, sin que aporten nada. Sin embargo, sí se ve a muchos conocidos meterse en los perfiles ajenos de las redes sociales para criticar sin guardar un mínimo de educación o respeto a su propietario, y darle lecciones de lo que debe o no debe hacer desde su superioridad intelectual y sinceridad proverbial, sintiéndose valientes, audaces, cuando solo están siendo unos groseros redomados. No, no me ha pasado a mí, pero he estado de espectadora sin participar por aquello de no alimentar al troll, que es en lo que suelen terminar convirtiéndose algunos.

Se presume de hablar muy clarito y no morderse la lengua, como si eso fuera una virtud, y se termina meando fuera del tiesto y haciendo bueno el refrán de que si te muerdes te envenenas, porque en el fondo de tanta sinceridad suele haber mucha inquina, frustración y, sí, envidia (a la que ya le dediqué un artículo en el blog hace bastante tiempo, pero hay que ver cómo rezuma por las redes).

Cuando ese estilo de sinceridad se lleva a una discusión por escrito, la cosa acabará irremediablemente mal, ora con una pelea en el fango ora con el mutis de alguna de las partes, a veces definitivo, del lugar donde se produjo la disputa y una sensación amarga en la boca de casi todos, porque se producen situaciones similares a las que comentaba en mi último artículo, «No alimentar al Troll».

Sí, ya sé que hay quien se ofende con muy poco, y la susceptibilidad de cada uno juega un papel importante al valorar lo que hieren las palabras, pero creo que se entiende el concepto.

Como dice el proverbio árabe, eres esclavo de tus palabras y dueño de tus silencios, o como he leído esta tarde en Twitter en un comentario al parecer de Antonio Camuñas (@AntonioCamunas) que me ha llegado retuiteado por John Muller (@cultrún):

 

«Visto que todos podemos ser simpáticos o antipáticos,
no acabo de entender la ventaja de estar aquí siendo odioso»


Y de veras que algunos se hacen odiosos.

 

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