La construcción de un personaje. Elena Lamarc

Crear un personaje es uno de los retos más atrayentes al comenzar a escribir, sobre todo cuando, como es mi caso, se trata de una novela en la que ellos son la trama. Eliges sus características físicas, color de ojos, de pelo, complexión; sus gustos personales, tics, manías, cosas que lo hacen reconocible…
Pero cuando ese personaje además comienza con su nacimiento y termina con su muerte en la edad madura, llegas mucho más lejos; el personaje cecerá, alimentándose de vivencias y cambiando en función de ellas. No puedes darle el mismo contenido psicológico a un detective que resuelve un crimen en un par de semanas o incluso un año, que al joven que comienza sus días en una guerra medieval y terminará curtido en mil batallas y con muchos afectos a la espalda. Tienes que darle una coherencia psicológica a esa evolución aunque no seas psicólogo, meterte en su piel, en su mentalidad y la de su época, y dilucidar qué huellas deja en su personalidad cada trance y cómo los supera. Algo complicado y que a veces no llega al lector si se limita a verlo desde su propia mentalidad y los valores imperantes en el presente.

En mi caso, venía condicionada por el prólogo, principio y razón de ser de haber empezado a escribir, en el que se relatan los últimos días de Elena Lamarc vistos desde los ojos de Lucía, su hija, y en los que se habla de una mujer fuerte, luchadora, dura, pero también sensible, necesitada de cariño y con una vida difícil. ¿Qué periplo vital lleva a una persona a encerrarse en sí misma y endurecerse hasta parecer insensible? Ese fue el reto que me planteé para Elena Lamarc, hacer el camino psicológico de la niña sensible y dulce que se intuye tras la fortaleza, y llegar hasta la mujer acorazada contra el mundo que llegó a ser. Fue algo intuitivo, la única forma de creerme a esa niña que decidí viniera al mundo en noviembre del 34 a la vez que Dolores Atienza, su madre en la novela, lo hacía con sus dolores de parto. Había nacido la Elena que moría en el prólogo, una especie de Scarlett O’Hara de nuestros tiempos, al menos en lo que al instinto de supervivencia se refiere.

También me condicionó otro hecho, querer contar cosas que sucedieron en la realidad, algunas con el peligro de sonar inverosímiles como suele suceder con los hechos reales, e hilvanarlas con la época, con temas que me preocupaban como la situación de la mujer durante la dictadura tan cercana en el tiempo y tan lejana en todo lo demás. La vida de Elena tenía algunos hitos marcados en su camino antes de nacer como personaje literario que condicionaban su futuro emocional, y que traían a mi mente personajes del cine de los 50 y primeros 60, mujeres fuertes y atormentadas, difíciles, como las de Elia Kazan, de Joseph Mankiewicz o Frank Kapra.


Así, la construcción la hice respondiendo a las preguntas expresadas más arriba: qué lleva a una persona buena y justa a comportarse de forma injusta y dura con quienes le rodean. Había que crear un escenario que compatibilizara ambos extremos, el del ser profundo y el del aparente, en la misma persona.

Elena nace cuando ninguno de sus progenitores desea serlo, en un entorno hostil por muy acomodado que sea, y crece sin cariño, en concreto sin el afecto y los cuidados de una madre a la que admira, a la que adora desde su pequeño mundo solitario. Cuando alguien crece en ese entorno hay varias posibilidades de desarrollo de su personalidad,  y además no será lineal, sino que tendrá altibajos. Las tres opciones básicas para mí fueron:

  • El hundimiento personal y debilidad de carácter. Los golpes psicológicos recibidos por Elena desde su infancia podrían haberla convertido en una persona apocada, hundida y sin capacidad para salir adelante. Tal vez sería una mujer con una sensibilidad especial, alguien digna de conmiseración y simpatía, que despertara la necesidad de protegerla. Esta posibilidad quedó descartada por el prólogo origen de la novela, por la propia realidad de los hechos por contar, y daba poco juego dramático a la historia. Alguien así habría sucumbido aplastado por su sufrimiento.


  • La indiferencia, quedar por encima, como el aceite; que todo aquello no hiciera mella alguna en el carácter de Elena y evolucionara como una joven normal de su época, despreocupada, sin cuestionarse nada, sin rencores, sin temores, y desarrollando una personalidad fuerte y segura de sí misma, ecuánime y atractiva. Era una opción bonita pero no me nacía dibujarla así porque no me lo creía, a la gente le afecta su pasado de una u otra forma, y somos en gran parte producto de nuestra infancia, si bien cada uno asimila las situaciones de distinta manera. Tal vez habría sido un personaje más cercano, menos duro, pero desde mi visión, menos creíble y más anodino.


  • La superación desde la fuerza y la lucha. Esta opción que era para mí, como digo, realista y a la vez con mucho juego dramático, fue la elegida. Elena Lamarc no podía ser una mujer pusilánime si quería huir de lo que la sociedad y su familia le tenían destinado, sino que lucharía para conseguir sus objetivos. Para ello, sin más apoyo psicológico que las pequeñas muestras de cariño de los personajes secundarios, tendrá que endurecerse, forrarse de capas que la aíslen del mundo y del riesgo de volver a ser herida o humillada; un personaje que en su camino hacia delante caerá en actitudes que ella misma ha padecido sin darse cuenta de ello, cegada por esa capa de autoprotección. Pero solo esa fortaleza, esa rabia, la hará vencer las leyes que relegaban a la mujer española a ser una eterna menor de edad dependiente del pariente masculino más cercano, plantar cara al Tribunal de la Rota, crear una empresa ante la incredulidad y falta de apoyo del mundo que le rodea, enfrentarse a una riada que anegará sus ilusiones y superar las huellas de una guerra como la del Líbano que se relata en «Las guerras de Elena».


Por desgracia, esos personajes fuertes, independientes y duros pueden caer en la injusticia, en algunos casos pueden convertirse en maltratadores psicológicos proyectando aquello que aprendieron de niños. Pero la clave está en su pasado.

La vida de Elena Lamarc es compleja y difícil, y solo en los últimos años de su vida consigue desprenderse del miedo fundamental, profundo, que la ha acompañado toda su vida: el de no haber sido amada por nadie. Y en esa fase estoy ahora, en la de deshacer la madeja que la atenaza, a la vez que la historia de Lucía toma fuerza, y llegar al punto en que su alma descanse en paz.

Para mí fue ―todavía lo está siendo, puesto que en la tercera novela se culmina ese proceso y se revierte deshaciéndose de las capas adquiridas con los añosmuy interesante y enriquecedor hacer ese camino de la mano de Elena, desde la infancia a la madurez, eligiendo frente a cada avatar qué camino seguir entre las distintas opciones: sucumbir, pasar o luchar, y cómo hacerlo. Quise demostrar que nada es blanco ni negro, y que las personas ―ya no hablo de personajes― tienen motivos para actuar que no siempre son justificables pero sí permiten comprender determinadas actitudes. No es frecuente que haya buenos o malos «puros», todos tienen matices, y conocer las raíces puede ayudar a comprenderlos e identificarse con ellos.

Algunos lectores la amarán, otros la odiarán, y espero que solo a unos pocos les deje indiferente.

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