Madres antes, durante y después

Hoy en el #DíadelaMadre tengo a la mía muy presente. Por ella empecé a escribir, por ella comencé este camino con un prólogo que destapó una vocación oculta. Ella nunca imaginó que algún día llegaría a publicar, yo tampoco. Pero gracias a ella, a su fuerza, a su coraje, a su empuje y a inculcarme que nada es imposible y que hay que luchar por lo que se quiere, estoy aquí. Por eso, y por su obsesión porque estudiara y tuviera una formación sólida.

Cada día la recuerdo, la siento, y quiero pensar que está en algún sitio cómodamente sentada, con un plato de papas recién hechas, como las que hacían en La Hacienda, y un whisky con hielo, viendo el caos que me rodea. Habrá flipado con alguna de las cosas que están pasando. Aunque, no, no fliparía, ella siempre iba leguas por delante de los demá, y lo que ahora nos sorprende para ella era algo evidente, indiscutible. No era pitonisa, pero como si lo fuera. Lo que sabía la jefa y cómo radiografiaba a la gente (aunque,  en amores, erró; tal vez cegada por sus propios sentimientos).

Creo que la entiendo ahora mucho mejor que cuando vivía. A lo largo de nuestra existencia hay tres formas diferentes de valorar a nuestras madres. La primera es mientras solo somos hijas. Ahí pecamos a veces de egoístas, de injustas, de soberbia… Nos creemos que sabemos más que ellas porque somos jóvenes, estamos más al día y muy preparadas. Queremos reafirmarnos y en ese viaje hacia la madurez chocamos con ella. A veces incluso la maltratamos sin ser conscientes de ello ni del daño que hacemos. En el fondo de nuestro corazón habita la certeza de que nunca dejará de querernos, de que nunca la perderemos y eso nos envalentona para estirar de la cuerda más de lo razonable, para aferrarnos a nuestras ideas más de lo necesario.

La segunda llega cuando nos convertimos en madre (o padre), y comprendemos lo complicado que es hacerlo bien, las dudas, las inseguridades que nunca traslucen. Cuando aquilatas los desvelos, la preocupación, las alegrías. Cuando sientes el vínculo con tus hijos y conoces de primera mano lo que pudo sentir. Más aún cuando tus propios hijos llegan a esa edad de reafirmarse, de ser ellos quienes quieren encontrar su lugar en el mundo y lo hacen con poca maña y muchas hormonas. Y miras al cielo y recuerdas cuando tú misma te ponías como una hidra por la tontería más grande del mundo y conseguías que tu madre perdiera la paciencia. Sí, te llega el turno y comprendes muchas cosas. Y entonces se convierte en tu referente, en tu inspiración para salir adelante en esas situaciones.

Y la tercera es cuando ya no te acompaña en el camino de la vida. Cuando muere y tienes la visión completa de todo lo que hizo por ti. Cuando ante mil situaciones lo que te pide el cuerpo es llamarla para contarle, peguntarle, pedirle consejo, y ya no puedes. Creo que hoy conozco a mi madre y la entiendo mucho mejor que cuando vivía. Es una pena, pero es así. En cualquier caso el recuerdo que tengo es imborrable y me acompaña cada día.

Viajera, inconformista, guerrera, inteligente, fuerte, noble, generosa, sensible, dura, adelantada a su tiempo… Le dediqué una entrada en mi blog ya hace años que siempre tengo tentaciones de poner de nuevo en alguna red social, pero este año no lo haré por no saturar a los que me seguís de tiempo y que seguro ya la han leído, pero sigue estando igual de vigente y quien quiera puede hacerlo aquí.

 

2 Comentarios
  • José María Sánchez Fernández de Sevilla
    Escrito a las 12:42h, 05 mayo Responder

    Me gustan tus palabras y tu reflexión sobre cómo vamos creciendo y evolucionando con el paso del tiempo. Aunque cambiamos según pasan los años, las referencias a nuestras madres están ahí y permanecen: ellas son seres especiales para cada uno de nosotros.
    Con tu permiso, Marta, voy a intentar compartirlo. Gracias.

    • Marta Querol
      Escrito a las 17:19h, 05 mayo Responder

      Muchas gracias por leerme. No hay problema en compartir.
      Un abrazo.

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